Muchos hemos nacido dentro de lo sagrado, bañando en el agua bendita hasta la coronilla. La divinidad
estaba presente hasta en el menor recoveco de nuestras vidas. Éramos piadosos,
devotos, supersticiosos, crédulos, dóciles; éramos chicos buenos. También
éramos místicos. Sublimábamos todo. El mal, el desorden, las desgracias venían
siempre de nuestros pecados.
Había que combatir el pecado en
nosotros y alrededor de nosotros a través del sacrificio, de la fuerza de
voluntad, la disciplina personal, hasta por la violencia y también por las
oraciones y por las misiones.
A veces uno rezongaba un poco, pero
nuestras rebeldías no duraban. Creíamos en un Dios infinitamente bueno, pero
creíamos también que éramos absolutamente in-merecedores de su bondad. Había
que luchar sin cesar para hacernos dignos de ella.
Nada era nunca ni demasiado bello
ni demasiado grande para nuestro Dios. Por eso le construíamos iglesias en
todas las esquinas. Y le entregábamos nuestra vida sin vacilar. Llenábamos
seminarios y conventos, comprometiéndonos con fervor a una vida de austeridad,
de oración, de don de nosotros mismos.
Nos sentíamos afortunados,
privilegiados, por haber conocido este camino de salvación que nos había sido
revelado y que permanecía oculto para otras naciones… y suspirábamos por la
hora en que todos los pueblos que sobre la tierra “yacían en las tinieblas y en
las sombras de la muerte” tendrían la gran suerte de compartir nuestro tesoro.
Cuando todavía estábamos en la
etapa de la sobrevivencia, esta visión de la vida era a la vez dura y
reconfortante. Conocíamos las reglas. Sabíamos a qué atenernos. Éramos los
herederos de las alegrías del cielo a condición de que nos invirtiéramos, que
aceptáramos la realidad que nos aplastaba y la enfrentáramos con resignación y
coraje. Todo el que cuestionaba esta manera de ver las cosas era malo.
Luego muy suavemente emergió la
razón. El desarrollo de la industria y de la ciencia, el crecimiento de las
ciudades y los cambios sociales nos hicieron comprender que había otras formas
de ver, de hacer, de pensar. Que de alguna manera uno podía ser dueño de su
destino, dueño de forjarlo, de construirlo. Que existía tal vez alguna forma de
liberarse de esa vida ardua que nos ataba a la tierra y nos condenaba a aceptar
duras obligaciones.
Nos abrimos entonces a otra manera
de mirar. ¿Solo era el hombre un impotente, un malvado, un culpable, un
instrumento del destino, un juguete en las manos de un Dios infinitamente
exigente e incluso vengativo...?
Descubrimos que éramos simplemente
ignorantes. Entonces nos pusimos a la tarea de comprender, luego de explicar y
finalmente de conciliarlo todo. A la religión y a Dios o nos libramos de ellos
o los hicimos más razonables, más comprensivos y más humanos.
De repente redescubrimos a Jesús
como un ser humano y al mismo tiempo empezamos a responsabilizarnos por nuestro
destino. Las luces de la razón y de la ciencia, que habíamos más o menos
despreciado, se habían convertido en nuestra salvación.
Jesús ya no era el Salvador ante
quien nos arrodillábamos, sino un compañero de camino en nuestras búsquedas.
Fue la primavera de la libertad. Un viento liberador soplaba sobre nosotros. Ya
no había ningún dueño de nosotros mismos salvo nosotros mismos.
Hasta aquí hemos llegado. ¿Habrá
que volver atrás? No. ¿Permanecer donde estamos?
Eloy Roy
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal