El idioma del evangelio no es el nuestro.
Nos equivocamos al leerlo como si la gente de hace dos mil años pensara, se
expresara o escribiera como nosotros. Su manera de ser estaba mucho más cerca
de lo teatral y de la pintura que de nuestra actual escritura.
En esos tiempos, muy pocos sabían leer. Lo
que cuentan los evangelios fue contado, mimado y talvez representado en
pequeños grupos ante diferentes públicos, suscitando fervor y admiración y
seguramente también controversias y debates. Era un poco como la televisión de
esa época, el espectáculo improvisado en el fondo de una callejuela, a la sombra de un árbol o en
la galería de un albergue.
Jesús era para muchos “el” héroe. Sus
numerosos admiradores no se cansaban de contar su historia. Cada uno le
agregaba alguna pincelada y, para mayor regocijo de los oyentes, hasta
competían para que el personaje fuera cada vez más querido y aceptado.
Lo importante era hacer conocer a los
paisanos al hombre que les había cambiado la vida. Un hombre que simplemente
había terminado con las supersticiones, los miedos, con el pozo sin fondo que los mantenía lejos
de la intimidad con Dios, lejos de su misericordia, lejos de su corazón.
Un hombre que se había empeñado en abolir un
sinnúmero de tabúes y de prejuicios enraizados en lo sagrado, y en derribar una
cantidad de muros que separaban a los géneros, a las razas, a las clases
sociales, a las naciones, a los pueblos, a las religiones.
Un hombre que desenmascaraba la idolatría de
quienes oprimían hipócritamente bajo el manto de la religión. Un hombre que
sabía que todo eso le costaría la vida pero no retrocedió, ni siquiera ante la muerte. Un ser fuera de medida, un ser por
encima de las normas, un ser asombroso, un ser maravilloso, un ser libre.
Un hombre que inspiraba valor, audacia,
dignidad. Que le devolvía la confianza a la humanidad, que le devolvía la
esperanza y la alegría de vivir. Que mostraba que las cosas no tenían que ser
siempre aguantadas sino que podían ser cambiadas. Que nada era inmutable, que
nada estaba clasificado definitivamente o fijado para la eternidad.
Para describir a Jesús, no había
expresiones, ni imágenes lo suficientemente fuertes. Ni nada demasiado hermoso
y asombroso.
De modo que es inútil romperse los sesos
tratando de saber si Jesús nació de una virgen y cómo resucitó de entre los
muertos, si caminó realmente sobre las aguas, multiplicó los panes, cambió el
agua en vino, devolvió la vista a ciegos. Todas esas expresiones quieren decir
más o menos lo mismo: “Todo lo que Jesús ha sido va más allá de la cruz, la
tumba, la muerte. Todo lo que ha sido es siempre actual, siempre válido,
siempre eficaz y siempre verdadero.
En otros términos, la muerte no pudo nada
contra Jesús. Él está vivo. ¡Más que nunca! La prueba de que no se ha ido
realmente de este mundo, somos nosotros los que estamos acá. Le hemos dicho no
a la muerte. Le hemos dado la espalda. Nos reímos de ella. Puede ser que nos
maten, pero viviremos como él vive. Nada de volver a nuestras tumbas, a
nuestros miedos, a nuestra esclavitud.
En el apoyo que nos brindamos los unos a los
otros, en nuestra solidaridad, en nuestro amor, encontramos la fuerza que antes
no teníamos, la libertad que no conocíamos, la alegría y el bienestar que nos
eran extraños. Es aquí, en lo que nosotros estamos viviendo, adonde palpamos
que Jesús ha derribado el muro de la muerte, que él está vivo, que lo
escuchamos hablar y que percibimos su respiración y su mismo aliento.
Es él quién, a través nuestro, continúa iluminando,
perdonando, curando, liberando y resucitando.
Para nosotros, entre todo lo que existe, él
ha sido, y es aún, lo que más es parecido a Dios y, a la vez, es todo lo más
humano y más próximo a nosotros que
pueda haber.
Él
nos ha mostrado en una forma incomparable que con Dios nada es
imposible. Y nosotros, estimulados por su testimonio, creemos lo mismo.
Es por eso que no dudamos en afirmar que
otro mundo es posible.
Sí, nosotros creemos que aún desde nuestra
impotencia, o de nuestra nada, podemos
obrar maravillas y recrear este mundo. Creemos que nuestros corazones de piedra
pueden transformarse en corazones de carne.
Creemos que el poder del amor es inmenso y
es capaz de todo. Es capaz de audacias, de creatividad, de inteligencia, de ciencia,
de libertad, de superación y de humanidad ilimitadas.
Creemos que desde lo más profundo de nuestro
ser pueden brotar fuerzas desconocidas y de nuestra roca, ríos de vida.
Nuestras tierras quemadas, envenenadas, asesinadas por nuestras guerras, odios,
depredaciones y desasosiegos, serán cambiadas
en huertos y verdes praderas.
Purificaremos el aire de nuestro cielo y
lavaremos el agua de los mares y restauraremos la vida en toda la superficie de
la tierra. Haremos milagros. ¡Nada es irreversible! Todo puede cambiar. Todo
puede ser transformado. Todo puede ser iluminado y recreado.
¡Sí, podemos caminar sobre las aguas!
Eloy Roy
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