viernes, 27 de noviembre de 2015

PATUCA




Desde las tierras áridas del Sur de  Honduras hacia el Paraíso del río Patuca

     Con
Juan Luis Nadeau  y Normando Landreville


A una escala reducida,
unos cien campesinos de Honduras
y dos misioneros   de Quebec
reviven el Éxodo de los hebreos
con el cual la Biblia da inicio a la Historia de la salvación.

 Por: ELOY ROY

Volviendo las espaldas a una vida de muchos sacrificios en las montañas áridas del Sur de Honduras,  90 campesinos junto con 15 mujeres están ya listos para salir a la conquista de una vida mejor. Juan-Louis y Normando, jóvenes e intrépidos misioneros, van a ir con ellos. A cuatro cientos kilómetros en la selva del norte,  los está esperando “una tierra que mana leche y miel”.  Así la han pintado de bella unos  exploradores de entre ellos que, meses antes, fueron a rastrear lugares inhabitados del país y volvieron para anunciarles: “¡La nueva ‘tierra prometida’ ya la hemos encontrado!”

Salida preparada con mucha anticipación

Estos que van a salir son gente pobre de gran corazón, muy despiertos y abiertos a todo. Lo van a dejar todo detrás de ellos para liberarse de una vida de esclavos clavados a una tierra parcelada, agotada y dura. En los montes del  norte,  van a ser los pioneros de un pequeño  “paraíso” en el que, por olas sucesivas y en menos de diez años, 20.000 familias llegarán a juntarse a ellos.  Flotas de camiones cargados de mulas, vacas, caballos, burros y cabras los seguirán; estos hermanos animales desempeñarán a su manera un papel vital en esta empresa de salvación.

Porque bien se trata de salvación para estos campesinos que se encuentran en el Sur como en un callejón sin salida. Vienen de pequeñas comunidades que no aparecieron como champiñones nacidos de una noche. Al contrario, son el fruto largamente madurado de la Iglesia misionera del Sur de Honduras, donde los sacerdotes de la Sociedad de Misiones Extranjeras del Quebec, respaldados por las Hijas de Jesús, las Hermanas del Santo Rosario, las Hermanas de la Inmaculada y otras colaboradoras y colaboradores originarios del país o de otras partes, trabajaron incansablemente en hacerlos crecer tomando sumo cuidado en no separar nunca lo espiritual de lo social.

Llegaron a formar pequeñas comunidades cristianas que se multiplicaron por centenares a través de organizaciones muy humildes como  el Apostolado de la Oración, u otras más revolucionarias como el controvertido movimiento de recuperación de tierras públicas que, por medio de la corrupción y de la violencia, unos grandes propietarios inescrupulosos habían logrado usurpar en el transcurso de los años. El sistema  de educación popular de las Escuelas radiofónicas alfabetizó a estos campesinos y los abrió al mundo. Un gran número de otros servicios de concientización, solidaridad económica, promoción  humana y ciudadana, los prepararon a participar de un amplio movimiento de transformación social. La religiosidad, tan profundamente arraigada en la cultura de estas pequeñas comunidades, se canalizó y  profundizó en las Celebraciones de la Palabra,  un servicio de fuerte aceptación que brindó  una formación bíblica básica a los animadores y animadoras de estas comunidades,  y  desarrolló en ellos/ellas una asombrosa vitalidad espiritual y social.

Animados por la Palabra de Dios

Cuánto veces en los corazones de esas pequeñas comunidades habrá tintineado la Palabra que inicia todo caminar con el Dios de la Biblia: “Deja tu país, deja tu tierra, deja todo, ponte en marcha. Sígueme. Estaré contigo. ¿No tienes mapa? Mi Palabra será tu camino. ¿No tienes comida para el viaje? Mi Palabra será tu pan”.

Esta Palabra repetida a lo largo de la historia tumultuosa del pequeño pueblo de la Biblia, atiza el espíritu de esta buena gente y se convierte en su guía.

Abraham, José, David llegan a ser como contemporáneos de ellos estimulándoles a abandonarlo todo y a afrontar grandes peligros con la seguridad de que Dios les va a dar un futuro de prosperidad y felicidad.  Así con Moisés y Aarón los que, desafiando fuerzas sobrehumanas, sacan a su pueblo de un exilio de cuatro siglos, lo liberan de la esclavitud y lo salvan de la exterminación. Lo mismo con los Profetas, estos héroes de la libertad y de la justicia, que muestran con su testimonio que Dios no es de madera, de mármol o de yeso, sino Vida  y Misericordia, capaz de hacer posible lo imposible.

Y ¿qué decir de Jesús? Los humildes campesinos han aprendido que toda la Palabra de Dios se encuentra en él hecha carne y huesos. Ella tiene el rostro y el corazón de Jesús, camina con los pobres, los abraza, los cura, los ama, les  perdona, los levanta; está cerca de los que no son nada, carga con la miseria humana hasta el horror de la cruz y, al final,  sale vencedora de la misma muerte.  La Palabra de Dios es  Jesús, un campesino como ellos, quien les habla y ama hoy como ayer, y no es ningún muerto.

La Palabra también deja grabada en la memoria de las comunidades campesinas la imagen de los primeros cristianos que compartían cuanto poseían; por eso entre ellos no había más pobres, ni tampoco más ricos: ¡todos eran iguales! Esa era la gran señal de la salvación, la luz, la prueba indiscutible de que Jesús era la verdad y la paz del mundo,  el vencedor de la muerte, el que vive. Este gran milagro de justicia y fraternidad de la primera comunidad cristiana era el  modelo que se debía imitar, el camino que se debía seguir, el sacramento que se debía encarnar.

¡Por fin, la salida!

Alimentados así durante años por la Palabra de Dios y animados por una fe capaz de mover las montañas, nuestros campesinos del Sur de Honduras se ponen, por fin, en marcha con todos sus trastos: carpas, hamacas, herramientas agrícolas y de carpintería, ollas, velas, unas cuantas ropitas, una o dos guitarras, una docena de gallinas, cuatro gatos y cinco perros, tres escopetas, y lo más precioso de todo: bolsas de semillas de maíz, frijol y arroz para plantar en la nueva tierra.  Aquí, 3220 años de historia bíblica se deslizan bajo la piel de nuestra gente. Normando Landreville y Juan-Louis Nadeau son el resguardo de esta expedición; dan a todos tanto aliento e inspiran tanta confianza que pronto sus camaradas de aventura les ponen cándida y orgullosamente los nombres de Moisés y Aarón. En la época, Normando era sacerdote de las Misiones Extranjeras de Quebec,  y Juan-Louis lo es todavía.  

La hora de  revivir el “paso del Mar Rojo” ha llegado, en versión hondureña y a escala muy modesta: no en hebreo sino en español; no con turbantes sobre la cabeza, sino con lindos sombreros de paja “made in Honduras”; no con  sandalias a los pies, sino “caites” y altas botas de hule; no con   espada al cinto, sino con un  machete bien afilado  junto a una cantimplora; no comiendo mana  misterioso, sino tortillas que las mujeres fabrican por el camino. No demorando cuarenta años por los desiertos, sino internándose durante cinco o seis días en la selva para luego trasplantarse en una tierra llena de futuro. No estando en el año 1250  antes de Jesucristo, sino 3200 años más tarde, un 23 de marzo del año 1973 de nuestra era.

Los noventa varones y las quince mujeres dejan Choluteca  apilándose en tres o cuatro “baronesas” (camiones-buses híbridos),  y arrancan sin más en dirección del país soñado.  Hasta la pequeña ciudad de Juticalpa la carretera se transita bien, pero  más allá de este punto se traquetea en huellas llenas de baches que  ponen a dura prueba los nervios de la gente y los ejes de las baronesas. Con todo, y sin perder un pelo, la caravana alcanza el río Guayambre. Las baronesas no pueden ir más lejos; allí termina la civilización. Todo el mundo se baja.  Los equipajes son repartidos entre todos. Se alquilan botes y caballos en un campamento cercano,  y así, remando, montados y por turnos, todos cruzan el río.  

A partir de este lugar todos van a pie. Comienza entonces la segunda parte del viaje, la más peligrosa y más pesada.  Primero hay que tomar por asalto una montaña. No es muy alta, pero bastante  empinada, y le hace sudar la gota gorda a toda la tropa. Los derrumbes de tierra y las bajadas de lodo provocadas por las lluvias convierten la marcha en pesadilla. Desde ciertos puntos no se puede bajar sino dejándose deslizar sobre pendientes de roca muy áspera,  lo que a esa montaña le vale ser bautizada con el dulce nombre de “Monte Rasca-culo”. Siguen más montañas, pero ninguna tan brava como esa primera. Aquí y allí, grandes espacios de bosques han sido talados, pero por otros lugares la selva sigue  intacta y su vegetación, frondosa. Al llegar a un cierto sitio, todos se detienen: inmensos troncos esparcidos por el suelo bloquean la marcha. Por allí han pasado leñadores cortando madera, una madera  preciosa como la caoba que abunda en esos parajes y es de valor inestimable.  

En la selva, grandes extensiones ya tienen propietarios haciendo fortuna con la explotación comercial de esas maderas finas. Pero, más lejos,  en los trasfondos, la selva aún no pertenece a nadie. Allí es donde el  Gobierno va a asignar millares de hectáreas de buena tierra a nuestro grupo de campesinos y a todos los otros que vendrán más tarde a instalarse en la región. Las hachas, los machetes, las barras de hierro, las sierras mecánicas  se ponen a la obra  y pronto hacen volar los obstáculos uno a uno  hasta despejar un sendero para el paso de toda la tropa.

La nueva tierra
A cada etapa, cuando cae la noche, los brazos despliegan las hamacas y las cuelgan de los árboles. Los cuerpos muertos de cansancio se echan en ellas y duermen en un suave balanceo  bajo las alas de las  palmeras y la mirada de las estrellas. Al día siguiente, al rayar el sol, todos están de nuevo de pie y en camino. Al cabo de dos o tres días más de marcha agotadora, la expedición se detiene de  repente en la linde de un extenso llano rodeado de árboles de un tamaño que supera todo lo que se ha visto jamás. La vida estalla de todas partes. Los corazones se ponen a latir en forma acelerada. ¿Será ésta nuestra “tierra prometida”?…  Se siente que sí, ¡seguro que sí!  Resplandece de belleza y les tiende los brazos. Esta es la  Tierra maternal en la que nuestra valiente gente va a echar sus raíces para el resto de su vida y para todas  las generaciones que sigan.

Implantación
Todos se ponen a trabajar sin demora. Un espacio personal  es distribuido a cada uno y las tareas son repartidas para aprovisionarse de agua, para lavar la ropa, para cocinar, desbrozar la tierra y cortar la madera para las primeras construcciones. Luego se laya la tierra, una gran huerta es acondicionada, se siembran las habas, el arroz, las zanahorias, las cebollas, las coles…  Se limpia un campo entre los árboles y se siembra el maíz.  Se fabrican las primeras vigas, los primeros tableros, las primeras paredes, el primer techo, los bancos, las tablas, las camas, una cabañita para bañarse con cubo y lata; se reserva un rincón para las letrinas, y otro para las gallinas. Todo aquello se hace a mano,  con muy pocas herramientas, según la capacidad de cada uno y con el entusiasmo de todos.  Todo el mundo pone el hombro a la rueda y se sobrepasa en ingeniosidad y en buena voluntad, silboteando y canturreando mientras va trabajando.

Todos son importantes
En un primer tiempo, el grupo grande se queda concentrado en torno a la Casa comunitaria,  pero poco a poco grupos más pequeños se forman y comienzan a dispersarse en los alrededores; serán más adelante  núcleos de nuevas comunidades.
En esta aventura, todos son importantes. Por la tarea común que comparten y en la imposibilidad de realizar casi nada valedero sino  dentro de un trabajo de conjunto en el cual cada uno tiene un papel irreemplazable que desempeñar, todos los grupos se hacen cada vez más conscientes del poder estupendo de la comunidad. Conectados los unos a los otros mientras avanzan hacia la misma meta, advierten que son todos importantes, a la vez  iguales y uno.  De repente todo parece posible. Si Dios existe, en eso está.  

Los dos sacerdotes
Juan-Louis y Normando son una prueba de ello.  Al ver a estos dos hombres caminando, sudando, trabajando, luchando como si fueran campesinos como ellos, colma de admiración a la pequeña comunidad.  Son sacerdotes, pero no están allí solo para bendecir y hablar de cosas del cielo. No se diferencian del grupo. No gozan de un trato preferente. Andan con botas de hule como todos, llevan sombrero de paja como ellos, tienen la piel quemada al sol como ellos; manejan el machete, la sierra, el martillo, la tronzadora  como si hubieran hecho esto toda la vida; montan a caballo como ellos, hacen planes con ellos, dibujan mapas con ellos, construyen puentes con ellos, desbrozan como ellos, comen como ellos, duermen como ellos, se ensucian las manos como ellos, sufren, oran y sueñan  como ellos.  
Ver a los sacerdotes sin sotana inmaculada, sin las  manos blancas, y sin ser atendidos por monaguillos; descubrirlos como seres humanos como ellos, despidiendo  el mismo olor que ellos,  es una revelación. Los  conocían desde antes, pues allí, en el Sur, los habían visto ir y venir  en vaqueros y en jeep, luchando al lado de ellos,  pero no era lo mismo.  Allí se los veían solo de vez en cuando, casi siempre a la carrera; aún no se los habían visto permaneciendo con ellos. Ahora los ven, no a la misa, no en sesiones de esto o de aquello, sino en carne y en hueso, viviendo con ellos y como ellos, compartiendo la misma lucha, el mismo sueño, y la misma suerte que ellos.
Lo que más los maravilla  es que estos sacerdotes trabajan gratuitamente,  no trabajan por un sueldo (ni saben lo que es). No cobran nada a nadie;  al contrario, el pisto que la buena gente de su país les envía, ellos lo dan a los que lo necesitan. Todo lo que tienen lo dan,  y lo hacen con tal gusto que uno pensaría que se están haciendo un regalo a sí mismos. Con estos dos sacerdotes, los campesinos se sienten iguales. Se sienten importantes. Se sienten de la misma raza. Si es cierto que los sacerdotes podrían representar a Dios en  medio de la comunidad,  resulta entonces clarísimo que nunca  Dios ha sido un extranjero para ellos; siempre ha estado con ellos y siempre fue un campesino como ellos.

No hay clericalismo
La casa común se construye a buen paso y, en torno a ella, se van levantando las casitas destinadas a las  familias de los pioneros que pronto vendrán a juntarse a ellos. La organización se consolida. Se establecen distintos servicios con responsables a la cabeza. Los sacerdotes no tienen que intervenir más que los demás en este proceso porque todo cuanto se refiere a la comunidad es asunto de toda la comunidad. Las decisiones se toman siempre en conjunto, y se procede por consenso. Esto es sagrado.  No hay pequeños jefes dando  órdenes, de lo contrario sería la muerte de la comunidad. Los sacerdotes, por cierto, asumen un rol particular, pero no ejercen ningún  monopolio: cumplen  su función específica en armonía con la comunidad, sin imponerse a ella. Con toda el alma rechazan el viejo clericalismo que mantiene los “fieles” en un estado de dependencia como si fueran eternos  “menores” incapaces de pensar o actuar  por sí mismos de una  manera aceptable ante Dios y el mundo.
¡No se carece de nada!
La comunidad se abastece en la ciudad de Juticalpa o la de Danlí.  El transporte se hace a caballo y a lomo de mulas. Con el tiempo una carretera se abre  y un vehículo de doble tracción es adquirido por la comunidad… En época de lluvia la ruta se convierte en campo de batalla para el vehículo,  pero yendo para atrás o para adelante, atascado, tirado o  empujado  a fuerza de brazos,  siempre sale triunfante. El excedente de las cosechas se transporta a los mercados de las dos ciudades a cambio de bienes de primera necesidad que la propia comunidad no puede producir. ¡No se carece de nada! Las cosechas superan todas las esperanzas. El maíz es gigante. Las verduras y los frutos son más grandes, más hermosos, más sabrosos y cuánto más abundantes  que lo que se lograba conseguir en el Sur.
Sumemos a esa plétora lo de la pesca y de la caza, actividades que se practican con placer pero solo para el alimento. El pescado abunda en los ríos.  Con anzuelos, atarrayas, chinchorros o arpones, se sacan maravillas del agua, de las que se destaca el cuyamel del Patucón que es simplemente divino. El bosque también pone sobre la mesa de la comunidad carnes exquisitas  como la del dantón,  un animal de aspecto raro y multifacético con carne deliciosa.  También participan de la rica dieta las carnes del cerdo salvaje, del pavo de monte, del armadillo, del venado…. En una palabra, ¡nadie pasa hambre!

Belleza, mosquitos y malos
Todo el grupo tiene una consciencia aguda de la necesidad de preservar el ambiente, cuidando con esmero la flora y la fauna; por eso se cortan los árboles y se cultiva la tierra en forma racional. Las flores de gran variedad y de belleza única, los loros revestidos de los colores más vivos, la guacamaya roja, el colibrí dorado y millares de otros seres de plumas son el encanto de este paraíso de verdor, de agua límpida y de aire puro. Las chachas, los monos, la guatusa, el tepezcuinte,  la jagüilla, el tigrillo y otros muchos  animales de pelo, cuernos, garras y  colmillos son los habitantes de esos bosques y, para nuestros pioneros, son unos vecinos altamente respetables. Sólo hacen excepción los zancudos, mosquitos absolutamente detestables, prodigiosamente omnipresentes, prolíficos y sedientos de sangre, y también la  barba amarilla, pequeña serpiente extremadamente venenosa,  la que, no obstante su mala reputación, se merece un rimbombante diez en conducta.  
Entre las entidades desagradables, nocivas o poco recomendables, no se puede sino colocar también tres grandes terratenientes milico-politiqueros de la ciudad que  han marcado  con mojones los límites de sus inmensos  territorios con promesa de castigar debidamente a quienquiera se atreva a poner allí un solo dedo de pie. Alguna gente allegada al poder y otros grandes propietarios que codician nuevas tierras en la zona no muestran ninguna simpatía a los recién llegados. La noche, envían a sus mercenarios a disparar sus fusiles  en dirección de las instalaciones de la comunidad con el fin de aterrorizarla y forzarla a irse. Pero, felizmente, con la ayuda de algunos militares que rondan por la zona, esos intentos de intimidación terminan abortando.

En la selva, hay que tener siempre un ojo abierto, de noche como de día, porque, además de esos personajes oscuros que desde la sombra buscan desestabilizar a nuestra valiente gente,  pululan prófugos de la justicia, ladrones, asesinos, depredadores de maderas finas, toda una “fauna”  que no tiene interés en ser descubierta por gente que escape a su control. 

Las Eucaristías
En esta subida hacia la vida, no se hace pausa solo  para comer y dormir, sino también para  visitarse entre familias de una choza a otra, y  dejarse  sorprender por los espectáculos que a cada rato ofrece la selva.  Todos son “fan” de los monitos “Caras Blancas”, artistas graciosos de primer nivel, que con sus acrobacias inimitables sobre la punta de los árboles,  vuelven loca de alegría a toda la selva. También se toma  un buen tiempo para orar y dar gracias. Alrededor de la gran mesa común, atendida por Juan-Louis y Normando,  el gran cuerpo de la comunidad celebra la Eucaristía. Se eleva en la casa un olor a buena tierra, a bosque, a sudor, a músculo; un olor a vida al nacer,  toda recogida en una única carne, en un único corazón, en una única adoración. Aquí  Dios no está sentado en los altos de los cielos, Jesús tampoco se ve en  trono, los sacerdotes no se destacan como seres encima de los demás, y el pueblo no está de rodillas por debajo de todo, sino que todos y todas están allí comiendo en la alegría el mismo pan y bebiendo de la  misma copa cantando a Dios, a la vida, al universo y al  mundo entero un único e inmenso “Gracias”.
Nueva Palestina
Si uno busca el departamento de Olancho sobre un mapa de Honduras, se va a dar cuenta de que existe en alguna parte un lugar  llamado “Palestina”. Este es el nombre que nuestros pioneros le pusieron  a su nueva tierra.  Para ellos la palabra “Palestina” era mágica; en su espíritu era sinónimo de “Tierra prometida” o de “Paraíso”. Pensaban que esta nueva tierra que recibían  como un puro regalo de la bondad de Dios no podía llevar nombre más lindo. No se les puede reprochar el que, desde el fondo de su selva, se les haya escapado que la Palestina moderna, la que fue patria de Jesús, haya llegado a ser en el transcurso del  tiempo, sinónimo de “calvario” donde, hasta hoy,  se crucifican a diario todas las esperanzas de un pueblo.   
Lo que queda de la hazaña
Cuarenta años después de esta aventura, en la región de la Nueva Palestina, la población ha estallado.  Las casitas hechas de ramas fueron sustituidas por construcciones sólidas. Las instituciones crecieron: son varias las escuelas primarias y las secundarias de alto nivel que preparan a la universidad. Además hay ahora  una clínica importante, una gran cooperativa, una emisora de radio,  un servicio de Internet, un sistema de agua corriente y alcantarillas, una carretera transitable, puentes,  tres presas hidroeléctricas (¡los Chinos andan por allí!) y una iglesia muy bonita. Pero, como no hay rosas sin espinas, con el progreso también llegaron los  bares, la prostitución, algo de narcotráfico, algo de  corrupción así como unas metástasis del viejo cáncer de la política que divide al pueblo en bandas rivales para el mayor gusto de los “dominantes” de siempre.  Sin embargo un gran árbol ha salido de tierra. Sigue dando frutas excelentes al lado,  inevitablemente, de otras que lo son menos. Lo cierto es que la  raíz del árbol es sana, santa aún, trabajada por una energía que autoriza todas las esperanzas.

Con el pasar de los años, los valientes campesinos de las primeras horas reconocen que su  éxodo desde el Sur de su país hacia el  Norte fue para ellos  su verdadero bautismo.  Su solidaridad los volvió capaces de tumbar  una muralla que, en ciertos momentos antes de su salida, les había aparecido como absolutamente insuperable. Los machetes y las hachas cortaron definitivamente las cadenas que los retenían a su pasado de eterna postergación. Tienen desde entonces el sentimiento profundo DE EXISTIR por fin, y ¡de ser libres!

Ellos ya no son más aquellos pobres que doblaban las rodillas ante los caprichos de la naturaleza, los abusos de los potentados y la voluntad indescifrable de un Dios escondido en las alturas. Ahora han experimentado su propio poder, su capacidad de construirse a sí mismos con fuerzas interiores que antes desconocían. De ahora en adelante, las palabras “nacer de nuevo”, “pasar de la muerte a la vida”, volverse  “hombres nuevos” e “hijos del Reino” ya no suenan misteriosas sino reales. Desde el momento en que dejaron todo y, en nombre de Jesús, se largaron sobre el camino de lo desconocido, sin mirar atrás,   se corrió como una cortina de su mente y esas palabras empezaron a cobrar luz. En sus músculos,  en su  forma de ver y de pensar, todo fue cambiando. Ya no son los mismos. Han crecido mucho y se sienten capacitados para  asumir por sí mismos la continuidad de su gran proyecto.

Final

Después de haberse entregado en cuerpo y alma a la creación de esta “Nueva Palestina”, Normando, al  recibir otra llamada a la que  responde en la verdad de su corazón, regresa a Canadá y vuelve a la vida civil.  Juan-Louis, por su parte, continúa acompañando  a sus compañeros y compañeras del Patuca por unos diez años más. Luego se le encuentra de regreso al Sur donde, durante doce años, se pone al servicio de las comunidades de Goascorán, iniciándolas entre mil cosas al cooperativismo. De allí se traslada a uno de los barrios menos favorecidos de Tegucigalpa, la capital, donde, para mayor beneficio de millares de familias,  se dedica a promover una extensa red de pequeñas cooperativas de nombre “TAC”.  Durante quince años va a trabajar para consolidar y dar expansión a este proyecto hasta que la ataxia, una enfermedad desagradable, lo obligue a despedirse de su querida Honduras y a retirarse en su país natal. 

Aquí concluye la narración del “éxodo” de una pequeña comunidad de campesinos que se arrancaron de sus montañas áridas del Sur de su país para trasplantarse  más al norte en las tierras pingües del río Patuca. Por su fe y su valor crearon en la selva un verdadero paraíso que están compartiendo, hoy en día, con decenas de millares de hombres y mujeres salidos como ellos de la escasez y de la vida sin futuro. Y es así como a la larga historia de amor entre Dios y los humanos se ha agregado este nuevo capítulo del que Juan Luis Nadeau y Normando Landreville,  por su liderazgo inteligente y discreto, su coraje contagioso y su entrega sin medida, han escrito las  páginas más luminosas.

Eloy Roy

Nota – Va mi agradecimiento a Pedro Joaquín Mendoza Tilguant, uno de los héroes de esta epopeya,   quién publicó su propio testimonio en El Éxodo à la Tierra Prometida, una de las fuentes del presente escrito.

Octubre del 2015











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