¿Para qué
vivir? He aquí el gran interrogante.
Tanto trabajo y tantas penas ¿para qué? Para nada más que viento, contestaría Qohélet.
Hace tres
cientos mil años que Homo sapiens se hace la
misma pregunta y aún está esperando una respuesta.
El hombre
llamado Jesús buscó también. Algo fuerte
le impulsaba a querer conocer qué sentido podía tener esta vida aparentemente tan
desconcertante y a veces tan absurda. Juro
que buscó como nadie y quizá como nadie dudó.
Nada le
cayó ya hecho del cielo. Nada le fue soplado por los ángeles. Y las respuestas que le ofrecía la venerada religión de su
pueblo lo dejaban con las ganas.
En
su juventud, cuando cepillaba la madera y llevaba una vida como la demás
gente, pensamientos extraños se atropellaban en su mente y le desgarraban
el corazón. Él quería ver, quería saber, quería arrancar a la noche el sentido,
la razón, el camino, la lógica de esta vida, la luz que lo aclara todo. Quería
ver la verdad.
Buscó
hasta lastimarse el alma. Hasta querer morir antes que creer solamente lo que sus ojos veían: una vida en
la que los humanos nacen llorando, en la que durante años se
arrastran como esclavos mendigando placeres que no duran, y en la que todos terminan
hechos podredumbre bajo un montón de tierra.
Atravesó los silencios y las batallas de
interminables desiertos. Lloró quizá como nadie lloró. Pegó largos gritos
que aún tal vez estremecen a las estrellas.
Durante
noches sin fin, él combatió cuerpo a
cuerpo con Dios, como Jacob, su antepasado,
para derribar el muro de lo desconocido, del destino, de la muerte, para saber y ver qué había más allá
de esta vida gris y monótona, agradable para tan pocas personas y tan
sufrida para las demás.
Cuántas
veces, como Job, Jesús llamó a Dios a gritos sin recibir nunca la menor
respuesta. Cuántas veces golpeó a la puerta del dios todopoderoso de sus
antepasados, del dios de los incontables portentos, de ese dios del que se cantaba
que había derribado a Faraón de su trono y precipitado en el fondo del
mar a sus ejércitos, del dios fiel que exterminaba a sus enemigos y hacía trizas a cuantos se atrevían a frustrar
las aspiraciones de su pueblo elegido. De este dios que pedía cuentas de
todo en los más mínimos detalles. De este dios que sabía recompensar a los
justos pero no dejaba ningún pecadillo impune. De este dios que prometía paraísos que nunca llegaban. De este dios que quedaba sordo a
sus llamadas.
“Durante su vida mortal,
presentó con un violento clamor y lágrimas, imploraciones y súplicas a Aquel
que podía salvarlo” (Hebreos 5, 7).
Decepcionado
y deprimido como Elías, pero misteriosamente reconfortado en su combate,
encontró la fuerza de proseguir la subida de su Horeb para ver a Dios y morir.
Entonces vino la tormenta, no vio a Dios. Vino el fuego, no vio a Dios. Luego
se levantó una brisa ligera…
Fue en esa
brisa ligera en donde su respiración alcanzó la propia respiración de Dios y
recogió su don perfecto, ese tesoro tan buscado que los santos llaman “la
Sabiduría”.
Gozó de
la Sabiduría más que de la salud, de la belleza o de la luz misma del sol. Ella
se manifestó en él como la fuente inagotable de toda ciencia, de toda justicia
y de todo bien. Ella plantó en su corazón los gérmenes de la inmortalidad. Él la
amó. La tomó como esposa. Comparado con ella, “todo el oro del mundo era menos que arena, y la plata, nada más que barro”. (Sabiduría 7, 9-30).
Entonces,
de la boca y del corazón de Jesús brotaron los grandes ríos del Evangelio para apagar
la sed de todos los que aún se preguntan para qué vivir, trabajar, sufrir y
morir. Por su boca, habló la Sabiduría:
“Vengan a
mí todos los que van cansados, doblando las espaldas bajo pesadas cargas, y yo
les haré encontrar el descanso. Carguen con mi yugo y reciban mis enseñanzas. Mi corazón es paciente y se
complace con los humildes. Probarán el descanso, ya que mi yugo es suave
y liviana mi carga”. “El que viene a mí no tendrá más hambre, el que cree
en mí nunca más tendrá sed”
(Mateo
11, 28-30; Juan 6, 35; Sirácides 24,19-22; Proverbios 9, 1-5).
Para los
cristianos, Jesús es el hombre que exploró las profundidades de lo que somos y escrudiñó los horizontes de lo que seremos, traspasando
los límites de su propio ser. Cruzó el muro de la muerte. Llegó a la verdad.
Recibió la respuesta. Encontró la Sabiduría de Dios, la perla de las perlas, y
se desposó con ella. Él plantó su carpa en nuestra carne desde donde comparte
las riquezas de su tesoro en un banquete al que todas las naciones de la tierra
están convidadas.
A aquellos
y aquellas que van buscando sin que les convenzan las respuestas ya hechas, y
que no creen sólo porque otros creyeron, él los conduce a la fuente.
«¡Qué el sabio medite estas
cosas y reconozca las bondades del Señor! » (Salmo 107, 43).
Eloy Roy
Aunque sigo sin comprender...es probable que mi humanidad no haya estado a la altura de tu profundidad
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