pronto nace el pollo
Contra
la poderosa maquinaria que controla las células más ínfimas de nuestro mundo, yo
creo que nada se puede hacer. No
obstante, intuyo que una Humanidad Nueva está en marcha.
Ella
no sale de las academias, ni de las vanguardias revolucionarias, ni de las
religiones candorosas y aburguesadas, ni
de los políticos más esclarecidos: sale del pueblo que sufre.
Viene
con los refugiados que son los más pobres de entre los pobres. Viene con los hombres, mujeres y niños migrantes, los
que, huyendo del hambre, de la guerra, del miedo y de la muerte, arriesgan
su vida a cada paso - y a menudo la pierden hecha jirones en las alambradas de
púas que les cierran el camino.
Se
echan por marejadas a las costas de Europa del oeste y América del norte; se agolpan
en islas minúsculas de Italia, Grecia y España; fuerzan las puertas de
Hungría y Austria y, en las noches sin luna, se tiran a las aguas oscuras del Río
Grande. No hay obstáculos insuperables que no crucen, dejando detrás a millares
de los suyos tragados por el mar o devorados por las ratas de unos barcos de
chatarra que yerran a la deriva en medio de la nada.
Son
hostigados, explotados, traficados por los coyotes, perseguidos por los
policías y sus perros, cazados como liebres por los “dueños” del mundo. Se
pudren en camiones y contenedores abandonados, se cuelgan de trenes de alta
velocidad para atravesar túneles de
muerte, se comen tierra para sobrevivir, agonizan como insectos bajo el sol
cruel de los desiertos.
Tienen
hambre y sed de agua, pan, luz, justicia, dignidad, paz, alegría, ternura,
libertad. ¡Quieren vivir! Nada los detiene. No invaden tierra ajena; tan solo
vienen a recoger una parcela de esta riqueza de la que fueron despojados y
que está encerrada bajo mil llaves en las cajas fuertes de los “paraísos” del
norte.
En
verdad, esos hombres y mujeres que no temen morir para poder vivir, son
aquellos de los que el Evangelio dice: “Hasta
ahora el Reino de Dios sufre violencia, y los violentos lo conquistan por la
fuerza” (Mateo 11, 12).
Aunque
a nuestro mundo no le guste recibir dentro de sus muros a esos “violentos” que no
matan y son matados, Dios los bendice. Ellos, sin saberlo, son los santos del
mundo nuevo. No “violentan” las puertas cerradas de la opulencia para robar o asesinar
sino para obligarlas a abrirse a una civilización más enteramente “humana” en
la que, sobre la Tierra que es de todas y todos, sea permitido que nadie se
sienta extranjero.
Sigamos
soñando…
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