En la época en que los quebequenses de ascendencia francesa eran todos
muy católicos, San Juan el Bautizador, seguido por un cordero, había sido
designado como el santo patrono de su nación. Pero, a raíz de la famosa “revolución tranquila” de los años 60, el Bautizador y su cordero fueron
literalmente borrados del mapa. No sin razón.
Porque estos dos grandes símbolos del mundo cristiano, Juan Bautista y
el Cordero, habían llegado a ser
con el tiempo imágenes puramente sentimentales, buenas sólo para el
consumo de los devotos y para el espectáculo folclórico, sin ninguna relación seria
con la situación política, económica, social y cultural sufrida por el pueblo desde la conquista de 1759 por los ingleses.
Según el espíritu de Jesús, a los santos, a la Iglesia y a sus signos
sagrados, así como al propio Evangelio, cuando se los vacía de su contenido profético, “no sirven para nada, por lo que son tirados afuera y pisoteados
por la gente.»
(Mateo 5, 13)
JUAN EL BAUTIZADOR Y SU CORDERO
JUAN EL BAUTIZADOR Y SU CORDERO
Antiguamente
se celebraba con desfiles, fanfarrias y toda pompa la fiesta de San Juan
Bautista, glorioso patrono de los canadienses de cepa francesa. Cerraba el
desfile una carroza que era una montaña de flores sobre ruedas llevando
triunfalmente al muchachito que representaba al santo. Bello como un ángel y
tan enrulado como su cordero que masticaba una brizna de heno a su lado, el
niño parecía deslizarse como una nube ante los ojos de una multitud embelesada. Una indescriptible
emoción invadía todos los corazones y el buen pueblo agradecía al cielo el
haberle asignado un santo tan encantador.
Pasó el
tiempo y, un buen día, hace ya más de cuarenta años, en las calles de la
impúdica Montreal, Juan Bautista apareció de pronto sin aureola, sin estandarte
y sin cordero. A imagen del pueblo, había crecido de golpe y se había
convertido en un verdadero Tarzán orgulloso y todopoderoso. Su robustez, sin
embargo, no le sirvió de mucho. Apenas
si duró un par de años y, sin más, desapareció; sin entierro, sin nada. Como
una vergüenza, como una mancha en la familia de la que es mejor no hablar. Sin
embargo, en su vida real este buen santo patrono no había sido un tipo banal, ni tampoco su cordero. ¿Quiénes eran exactamente?
EL BAUTIZADOR
EL BAUTIZADOR
Desde
muy joven Juan, apellidado el Bautista, o sea el “Bautizador” (es decir “el Sumergidor”), es iniciado en la vida extremadamente austera
de los monjes del desierto. Esos monjes llamados Esenios, son disidentes. Recusan
la autoridad y aún la legitimidad de los sumos sacerdotes que, desde el templo
de Jerusalén, gobiernan al pueblo - en aquella época, política y religión son
carne y uña. Además incuban los sentimientos más negros para con los romanos
que a la sazón colonizan el país con el palo, manejando a los sumos sacerdotes como
meros títeres entre sus dedos.
Dicho en
lenguaje moderno, los amigos disidentes del Bautista son muy religiosos, pero anticlericales, y nacionalistas a ultranza. Aunque
sean bastante huraños, no son partidarios de una revolución armada. Creen más
bien que el cambio se ha de dar desde adentro,
planteando una verdadera revolución en la cultura y la misma religión del pueblo.
Lo que
los esenios pregonan es que todo individuo se puede purificar de sus pecados directamente con Dios, sin recurrir ni a los
servicios de los sacerdotes del Templo, ni a la mecánica de los sacrificios que
son, para los sacerdotes, el medio de
ganarse la vida. Esto equivale a
condenar al clero al hambre y a sublevar
al pueblo en contra del gobierno, lo cual obviamente constituye una revolución
de las más perversas.
De sus
maestros esenios Juan Bautista adopta el espíritu revolucionario y se adhiere
con toda su alma a esa idea nueva de liberarse de la tutela del clero para
reconciliarse con Dios. También aprende
de ellos las virtudes terapéuticas del agua tanto para el alma como para el
cuerpo porque, aún en pleno desierto, los esenios hacen uso abundante del agua
para purificarse en anticipo del día en que el templo quede limpio de los
sacerdotes que lo deshonran y el país,
libre de las botas sacrílegas de los idólatras romanos.
Juan es
por lo tanto un muchacho muy limpio bajo su túnica tejida con pelo de camello.
Pero bien pronto se siente incómodo en ese ambiente de monjes que cada vez tiene más olor a secta. Deja
entonces la comunidad para ir a refugiarse como solitario en una cueva del
desierto. Se alimenta con miel salvaje y con langostas - excelentes para la
salud. Busca su propio camino.
Lo que quiere,
ni más ni menos, es ver a Dios y descubrir lo que Dios espera de él. Y, como
suele suceder con los que hacen la experiencia
de la nada, hace la experiencia del
todo. Combate contra el invisible como Moisés y como Jacob, hasta llegar a ser
fuerte y libre. Luego, abandona el desierto para volverse hacia su pueblo.
Desde
las orillas del río Jordán, Juan se echa a hablar. Su voz suena como un trueno.
Grita: “¿Ustedes ven esas montañas que ocultan el horizonte? Pues bien, ¡serán
niveladas! ¿Ven esas quebradas que las separan? ¡Serán colmadas! ¿Ven esos
caminos torcidos? ¡Se volverán rectos!” (Lucas
3, 5).
Traducción:
Ven ese puñado de pretenciosos que se
creen dueños del mundo y que se yerguen sobre la cabeza de los más pequeños,
pues bien, sus días están contados; se van a venir abajo. Ven esa multitud de
pobres que están en el fondo pozo, pues van a subir para arriba. No habrá más
gente arriba ni gente abajo. En cuanto a los que tuercen las leyes ¡será mejor
que empiecen a aprender a marchar
derecho! En tres palabras:
¡igualdad, justicia, libertad!
¡No hay
un segundo que perder, clama el Bautista, tomen la delantera! ¡Si no comienzan
a ponerse en camino inmediatamente para realizar ese gran cambio, todo va a explotar! Ustedes confían que, por ser “pueblo de Dios”,
o “pueblo elegido” o hijos de Abraham, no les va a pasar nada. Están muy
equivocados. Lo que cuenta es la justicia. Ser hijos de Abraham no salva a
nadie, lo que salva es ser justos como Abraham fue.
Sepan
que de estas piedras como las que están viendo en este río, Dios puede sacar montones
de descendientes de Abraham, pero no es lo que le interesa. Lo que a Dios le
importa es que tú que tienes, compartas con el que no tiene. Quiere que tú, el
funcionario, seas honesto, y que tú, el encargado de la seguridad, dejes de
abusar de la gente (Lucas 3,7-14).
Para la
gente de poder, ese lenguaje es simplemente insoportable, pero no así con la gente
ordinaria que reconoce en el Bautista la voz de sus profetas, la propia voz de
Dios.
Muchos
entonces se embarcan con entusiasmo en el gran movimiento de Juan el Bautizador.
Como prueba de que han decidido rectificar el camino que han seguido hasta
ahora, se dejan sumergir en el agua. En otras palabras, “se mojan”. Mojarse
significa comprometerse, invertirse
personalmente en un cambio radical de vida para acabar con la enorme desigualdad
entre los de arriba y los de abajo (aplanando “cerros” y rellenando “quebradas”…),
y para acabar también con todas esas artimañas que tuercen el derecho y trampean
al pueblo indefenso.
A todos
aquellos que lo siguen de todas partes y acuden a sumergirse en el río junto a
él, el Bautista no los refiere a los sacerdotes, ni les pide que vayan a
ofrecer sacrificios para que Dios les
perdone. Les exige que pongan en práctica la justicia.
El
Bautista es el primero en “mojarse” por la justicia. Más de una vez denuncia
los crímenes de Herodes, el rey de su tierra. Que tenga a la cuñada de
concubina no es la mayor fechoría de ese
triste señor, pero igual el Bautista lo denuncia, lo que exaspera a la concubina
que consigue del amante que le corte la cabeza. Así termina la carrera de Juan
Bautista, con la cabeza cayendo bajo la espada de Herodes por haber amado la
verdad y clamado por la justicia.
En
síntesis Juan, llamado el Bautista, fue
un gran tipo que no merece ser el santo patrono de un pueblo cobarde que tendría
miedo de mojarse.
Y EL CORDERO
Y EL CORDERO
Juan el
Bautizador, el que exhorta a la gente a “mojarse” por la igualdad, la justicia
y la libertad señala con el dedo a un hombre de Nazaret llamado Jesús, declarando:
“¡Es él! Yo soy chispa nomás, él es fuego.
No le llego a los tobillos. Ni me
atrevería a atar los cordones de sus sandalias. Nosotros esperamos desde hace mucho que un
“cordero” venga a cargar sobre sus espaldas nuestras penas y nuestra vergüenza
nacional para liberarnos de ellas, pues bien, ¡ese cordero es él!”
Para
nosotros, en nuestra cultura moderna, un cordero es un perdedor. Pero para la
cultura del pueblo de Juan Bautista no es así. Ese pueblo es antes que nada un pueblo de pastores y el cordero es su
alimento, su ropa, su vida. Es uno de sus recursos más vitales. Al cordero se lo
venera. Se lo ama porque da la vida para que el pueblo viva, prospere, sea
libre y feliz. El cordero, en una palabra, es el símbolo sagrado de aquel que
se da a sí mismo para la vida y la libertad de todos.
Porque
de lo que se trata es de libertad. He aquí por qué.
Según
los antiguos relatos, el pueblo de Juan
Bautista había sido esclavo en Egipto, un país ajeno en el que un faraón
había decidido exterminarlo.
El
faraón, en realidad, tenía miedo de este pequeño pueblo que, a su parecer,
crecía y se desarrollaba demasiado rápidamente y podía, algún día, aliarse con
un enemigo para derribarlo o volverse
independiente. De modo que el faraón tomó medidas drásticas para obligar a este
pueblo pequeño y diferente a vivir como los egipcios o a morir.
Cuando
ese pequeño pueblo no pudo aguantar más los maltratos del faraón, decidió
correr el riesgo de liberarse. Todo se organizó desde luego en el más grande
secreto. Con la policía vigilando 24 horas sobre 24 y espías por todas partes,
era desde luego necesario no despertar sospechas. Fue entonces cuando apareció
el cordero.
¿Qué
puede ser más inofensivo que un cordero? Nadie podría sospechar que un cordero
va a hacer una revolución… Y bueno, ¡vean ustedes! Precisamente por su
apariencia inocente el cordero fue elegido como signo de concertación de un
pueblo de esclavos y de detonante de su liberación. Un pequeño cordero, es
decir un corderito. Un cordero asado a las brasas, que todos los esclavos
debían comer en sus casas a la misma hora, con el abrigo y el sombrero puestos,
de pié y con el bastón en la mano, listos para iniciar la partida. Todo aquello
fue una epopeya increíble que terminó bien gracias a Dios.
Para el
pueblo no hay duda alguna de que es Dios mismo él que les ha otorgado esa
victoria sobre el faraón. Entonces el cordero se convierte enseguida en un gran
símbolo del Dios Liberador que da la vida para reunir al pueblo disperso y
gratificarlo con el don sagrado de la libertad.
De modo
que cuando, un buen día, Juan Bautista señala a Jesús con el dedo y declara
públicamente: “El es el Cordero”, lo que está diciendo es que Jesús es el hombre
que Dios envía a su pueblo disperso “como ovejas sin pastor”, para que lo congregue y lo lleve a recuperar
su libertad.
Y así
fue la vida de Jesús: un combate permanente por la libertad de su pueblo y de
todos los seres humanos.
Por un
momento se creyó que los enemigos de la libertad que lo crucificaron habían
triunfado, pero la historia demostró lo contrario. Envalentonada con su
ejemplo, mucha gente se comprometió a seguir su mismo camino.
No se
enfrentaron al Imperio pero lo socavaron rechazando adorar los fundamentos
sobre los que estaba edificado.
Esa
resistencia costó la vida de centenares de miles de personas pero finalmente el
Imperio cayó y triunfaron los oprimidos de ayer.
No obstante
las múltiples traiciones que le seguirán, sucede que los grandes valores de que se jactan
nuestras modernas sociedades hubieran tardado mucho más en ver la luz del día
si esos primeros hombres y esas primeras mujeres no hubieran tenido el valor de
seguir los pasos de ese famoso “cordero” llamado Jesús.
A Juan
le cortan la cabeza por su audacia y por las mismas razones, Jesús, el
“cordero” es vilmente asesinado.
Los dos
dan su vida para que todos los pueblos de la tierra despierten, incluido el
nuestro,
El
cordero es, por lo tanto, forma parte de los códigos secretos del
“underground”. Es un potente símbolo de resistencia activa destinado a
estimular a los oprimidos que pueden difícilmente enfrentar al sistema opresor.
Es un símbolo sagrado de asociación por
la independencia y un signo desencadenante de la liberación.
En el
libro del Apocalipsis el cordero es representado a la vez degollado y en pié en
el corazón del pueblo (Apocalipsis 5, 6).
Es la representación alegórica del triunfo del inocente sobre el lobo, del
pequeño sobre la misma muerte y de la victoria segura de la no violencia,
resistiendo a toda tiranía hasta el sacrificio de uno mismo para que todos los
pueblos se hagan cargo de su destino y se
lancen a la gran aventura de su total liberación.
Eloy Roy
No hay comentarios.:
Publicar un comentario