lunes, 23 de julio de 2012

ESPERAR CONTRA TODA ESPERANZA


LO QUE ME HACE AVANZAR EN EL DESIERTO



No falta la esperanza en el mundo, pero abundan las esperanzas encontradas. La esperanza de los israelís, por ejemplo, no es la de los palestinos, la esperanza de muchos jóvenes no es la de los viejos y la de los pobres está a años-luz de la de los ricos. 
En la Iglesia pasa lo mismo. La esperanza de los lefebvristes, para nombrar una, de ninguna manera coincide con la mía. La esperanza de las personas que tratan de articular el Evangelio con los valores de la sociedad moderna en nada se parece a la esperanza de un Papa veterano que mal disimula su antipatía por un mundo distinto del suyo.
Antes, en la Iglesia, todos los cristianos compartían la misma esperanza de ir al cielo. A pesar de las muchas peleas sobre los medios para alcanzarlo, nadie cuestionaba aquello. ¿Pero, acaso, la esperanza cristiana se agotaría en eso?


Esperanza cristiana
¿Cuál era la esperanza de Jesús, de Pedro, de Pablo y de las primeras comunidades cristianas?
Remontémonos a Abrahán, el “padre de los creyentes”. “Él esperó contra toda esperanza” (Romanos 4, 18) conseguir una tierra propia, ser padre de muchos hijos, ganar  sus guerras, hacerse rico y poderoso y lograr que su Dios dominara a todos los demás dioses. La esperanza de Moisés y de su pueblo no era diferente. Ni la de Caleb, ni la de los reyes, de los profetas o de los sabios. 
¿Cuál era la esperanza de Jesús? Jesús esperaba ardientemente la llegada de un Reino con una gran “R”. Un Reino en el cual Dios sería el único Señor. No, sin embargo, un Dios salvaje, mezquino, gruñón, sectario, y desconfiado de su criatura…, sino un Dios cuya medida de  compasión, de tolerancia, de ternura y de perdón no tiene medida. Un Dios que espera (¡porque Dios también tiene una esperanza!) que todos los humanos hechos a su imagen adopten unos con otros  el mismo comportamiento que él.  
Un Dios que abriga la esperanza de que termine de una vez esa clase de mundo en el cual los gordos se comen a los chicos. Un Dios que dice: que “lo que hacen al último de los maltrechos de la tierra, ¡a mí lo hacen!” Un Señor que quiere la justicia (¡vaya!), y por ende la libertad, la prosperidad, la felicidad para todo el mundo sin excepción, y no para cuatro o cinco gatos no más… ¡Y con la vida eterna por encima!
Jesús esperaba que ese Reino llegara antes de su muerte y que él mismo  lo viera con sus ojos. Esperaba que sus discípulos también fueran testigos de ello. Pero los hechos frustraron su esperanza. En vez de ver acabándose el triunfo de los “gordos” sobre los pequeños, los “gordos”  acabaron con él, clavándolo en una cruz.
En nuestro mundo concreto hecho de átomos, las cosas son así: los “gordos” ganan siempre. ¿Cómo no desesperar?
Errores de cálculo
¡Nada de desesperar! clama Pedro. Las cosas van a cambiar seguramente. Sucede que Dios no tiene calendario ni reloj como nosotros. Para él todo está eternamente presente. Lo que aún no ha llegado a ser ya está allí (2 Pedro 3, 8-9). Así como la primavera está en marcha bajo los hielos del invierno, así es lo del Reino anunciado por Jesús.
Ese Reino, Pedro y los primeros cristianos lo esperan con toda el alma. Aguardan la hora en que este mundo se derrita como hielo al sol para abrir el paso  a  “un cielo nuevo  y una tierra nueva en que reine la justicia”. (2 Pedro 3, 10-13).
Pero el mundo no se disuelve. El nuevo cielo y la nueva tierra  siguen dejándose esperar… ¡Y la justicia también!
El mismo Pablo espera el final del mundo viejo y la llegada inminente de un mundo nuevo. Surca incansablemente el imperio de Roma con la esperanza de preparar el mayor número de gente posible a acoger el mundo que viene. Pero pasan los años y el mundo esperado ni se asoma. Pablo  debe rehacer sus cálculos… Intenta un nuevo enfoque.
De ahora en adelante Pablo va a hablar de hombre viejo y hombre nuevo. Según él,  el retorno de Cristo y la llegada del Reino serán el fruto de una revolución interior.
Existe en nuestro ser íntimo una parte de nosotros mismos que sigue perteneciendo a aquel mundo viejo que ha crucificado a Jesús; tenemos que deshacernos de eso  y clavarlo en la cruz para que nazca en nosotros, junto con el Resucitado, un ser nuevo totalmente identificado con los grandes valores del Evangelio (Efesios 2, 6; 2 Corintios 4, 16-18).
Si, en este lugar profundo del ser en el que cada uno y cada una es un “Yo”, las puertas están de par en par abiertas al Resucitado y a su Evangelio, entonces sí, el Reino tan esperado ya ha llegado… y esto, aunque estemos aún lejos de poder verlo y que no se tenga sino una imagen extremadamente embrionaria de él (1Corintios 13, 12).
Por lo tanto, Pablo nos exhorta a no vivir como gente sin esperanza (Efesios 2, 12).  A nunca resignarnos a la injusticia, ya que sería renunciar a la esperanza del Reino. A combatir  “como si” ya hubiéramos triunfado y a correr  “como si” ya alcanzáramos la meta (1Corintios 9, 24-27; Hebreos 11, 27).
Mi esperanza
Seré más concreto. La esperanza que tengo para mí, para la Iglesia, para la sociedad y para el mundo entero es que nuestra conciencia se despliegue hasta  360 grados. Que primero en nuestra mente,  y luego en nuestras actitudes y nuestro compromiso, superemos los viejos antagonismos entre la materia y el espíritu, el hombre y la mujer, lo sagrado y lo profano, la religión y la laicidad, entre el cristianismo y el paganismo, entre la izquierda y la derecha, entre el conservadurismo y el progreso, entre el tradicionalismo y la revolución (Gálatas 3, 28).
Que las cristianas y los cristianos que esperamos ser una Buena Noticia en el mundo,  comprendamos que todo lo que el Evangelio de Jesús nos pide es ser honestos y auténticos, y que cueste lo que cueste, estar de corazón y cuerpo, en todo y por todas partes, del lado de los pequeños, de los vulnerables, de los empobrecidos/as así como de todas las víctimas de los más fuertes.
Que a partir de allí, seamos, en nuestra alma y conciencia, los incansables buscadores,  defensores y promotores de la justicia, de los Derechos de la persona, de los Derechos de la Tierra, de la libertad de los individuos y de los pueblos, y de la fraternidad entre todos los humanos.
Y que en esta dinámica de liberación nos abstengamos de ser cuchillos y cortadores de cabezas.
Que sepamos guardar en nosotros mismos un amplio espacio para respirar como humanos, pensar con sabiduría, reconciliar lo reconciliable, curar lo curable, celebrar con alegría lo bueno, lo grande, lo bello, y nunca negociar lo que Jesús jamás negociaría.
Que no caigamos en la tentación de combatir la injusticia por la injusticia, la mentira por unos simulacros de la verdad, el odio por más odio.
Y que al mismo tiempo, en el fondo de nuestro ser, la puerta de la fraternidad soñada permanezca  abierta a toda la humanidad, incluso a los mismos adversarios, sin tener en cuenta sus culpas o su maldad, ni su color político, su ideología o su religión.
¿Imposible?
¿Esperar eso, no es soñar lo imposible? … ¡Seguro! Pues si nuestra esperanza no está  hecha de imposible, nunca moveremos montañas, jamás saldremos del atolladero en el que nos estamos hundiendo. Dejaremos de  evolucionar, dejaremos de crecer y de avanzar.
El ancla es un espléndido símbolo de la esperanza (Hebreos 6, 19),  pero, por definición, se trata de un objeto que impide, precisamente, que el barco avance… Prefiero la  imagen del Principito de Saint-Exupéry: “Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en alguna parte”.
Mi esperanza, en el desierto,  es el pozo del Reino; aunque invisible a mis ojos, me hace caminar…
Me está llamando con señales de amigo desde las profundidades de mi ser, desde el corazón de la Humanidad y de todo el Universo.
Me está apremiando con señales de amor  desde la misma Creación, la que, en el fondo de sus entrañas, también es impulsada por una inmensa esperanza: la de verse “liberada a su vez de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos e hijas de Dios” (Romanos 8, 20-21).
                                                                                             Eloy Roy

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