LO QUE ME HACE AVANZAR EN EL DESIERTO |
No falta la esperanza en el mundo, pero abundan las esperanzas
encontradas. La esperanza de los israelís, por ejemplo, no es la de los
palestinos, la esperanza de muchos jóvenes no es la de los viejos y la de los
pobres está a años-luz de la de los ricos.
En la Iglesia pasa lo mismo. La esperanza
de los lefebvristes, para nombrar una, de ninguna manera coincide con la mía. La
esperanza de las personas que tratan de articular el Evangelio con los valores
de la sociedad moderna en nada se parece a la esperanza de un Papa veterano que
mal disimula su antipatía por un mundo distinto del suyo.
Antes, en
la Iglesia, todos los cristianos compartían la misma esperanza de ir al cielo.
A pesar de las muchas peleas sobre los medios para alcanzarlo, nadie
cuestionaba aquello. ¿Pero, acaso, la esperanza cristiana se agotaría en eso?
Esperanza
cristiana
¿Cuál era la esperanza de Jesús, de Pedro, de Pablo y de las primeras
comunidades cristianas?
Remontémonos a Abrahán, el “padre de los creyentes”. “Él esperó
contra toda esperanza” (Romanos
4, 18) conseguir una tierra propia, ser padre de muchos hijos, ganar sus guerras, hacerse rico y poderoso y lograr que
su Dios dominara a todos los demás dioses. La esperanza de Moisés y de su
pueblo no era diferente. Ni la de Caleb, ni la de los reyes, de los profetas o de
los sabios.
¿Cuál era la esperanza de Jesús? Jesús esperaba ardientemente la llegada
de un Reino con una gran “R”. Un Reino en el cual Dios sería el único Señor.
No, sin embargo, un Dios salvaje, mezquino, gruñón, sectario, y desconfiado de
su criatura…, sino un Dios cuya medida de compasión, de tolerancia, de ternura
y de perdón no tiene medida. Un Dios que espera (¡porque Dios también tiene una
esperanza!) que todos los humanos hechos a su imagen adopten unos con otros el mismo comportamiento que él.
Un Dios que abriga la esperanza de que termine de una vez esa clase de
mundo en el cual los gordos se comen a los chicos. Un Dios que dice: que “lo
que hacen al último de los maltrechos de la tierra, ¡a mí lo hacen!” Un Señor
que quiere la justicia (¡vaya!), y por ende la libertad, la prosperidad, la
felicidad para todo el mundo sin excepción, y no para cuatro o cinco gatos no
más… ¡Y con la vida eterna por encima!
Jesús esperaba que ese Reino llegara antes de su muerte y que él mismo lo viera con sus ojos. Esperaba que sus
discípulos también fueran testigos de ello. Pero los hechos frustraron su
esperanza. En vez de ver acabándose el triunfo de los “gordos” sobre los
pequeños, los “gordos” acabaron con él,
clavándolo en una cruz.
En nuestro mundo concreto hecho de átomos, las cosas son así: los “gordos”
ganan siempre. ¿Cómo no desesperar?
Errores de cálculo
¡Nada de desesperar! clama Pedro. Las cosas van a cambiar seguramente.
Sucede que Dios no tiene calendario ni reloj como nosotros. Para él todo está
eternamente presente. Lo que aún no ha llegado a ser ya está allí (2 Pedro
3, 8-9). Así como la primavera está en marcha bajo los hielos del invierno,
así es lo del Reino anunciado por Jesús.
Ese Reino, Pedro y los primeros cristianos lo esperan con toda el alma.
Aguardan la hora en que este mundo se derrita como hielo al sol para abrir el
paso a “un cielo nuevo y una tierra nueva en que reine la justicia”.
(2 Pedro 3, 10-13).
Pero el mundo no se disuelve. El nuevo cielo y la nueva tierra siguen
dejándose esperar… ¡Y la justicia también!
El mismo Pablo espera el final del mundo viejo y la llegada inminente de
un mundo nuevo. Surca incansablemente el imperio de Roma con la esperanza de
preparar el mayor número de gente posible a acoger el mundo que viene. Pero pasan
los años y el mundo esperado ni se asoma. Pablo debe rehacer sus
cálculos… Intenta un nuevo enfoque.
De ahora en adelante Pablo va a hablar de hombre viejo y hombre nuevo.
Según él, el retorno de Cristo y la llegada del Reino serán el fruto de
una revolución interior.
Existe en nuestro ser íntimo una parte de nosotros mismos que sigue
perteneciendo a aquel mundo viejo que ha crucificado a Jesús; tenemos que
deshacernos de eso y clavarlo en la cruz
para que nazca en nosotros, junto con el Resucitado, un ser nuevo totalmente
identificado con los grandes valores del Evangelio (Efesios 2, 6; 2
Corintios 4, 16-18).
Si, en este lugar profundo del ser en el que cada uno y cada una es un
“Yo”, las puertas están de par en par abiertas al Resucitado y a su Evangelio,
entonces sí, el Reino tan esperado ya ha llegado… y esto, aunque estemos aún
lejos de poder verlo y que no se tenga sino una imagen extremadamente
embrionaria de él (1Corintios 13, 12).
Por lo tanto, Pablo nos exhorta a no vivir como gente sin esperanza (Efesios 2, 12). A nunca resignarnos a la injusticia, ya que
sería renunciar a la esperanza del Reino. A combatir “como si” ya hubiéramos
triunfado y a correr “como si” ya alcanzáramos la meta (1Corintios 9,
24-27; Hebreos 11, 27).
Mi esperanza
Seré más concreto. La esperanza que tengo para mí, para la
Iglesia, para la sociedad y para el mundo entero es que nuestra conciencia
se despliegue hasta 360 grados. Que primero
en nuestra mente, y luego en nuestras
actitudes y nuestro compromiso, superemos los viejos antagonismos entre la
materia y el espíritu, el hombre y la mujer, lo sagrado y lo profano, la
religión y la laicidad, entre el cristianismo y el paganismo, entre la
izquierda y la derecha, entre el conservadurismo y el progreso, entre el tradicionalismo
y la revolución (Gálatas 3, 28).
Que las cristianas y los cristianos que esperamos ser una Buena Noticia
en el mundo, comprendamos que todo lo que el Evangelio de Jesús nos pide
es ser honestos y auténticos, y que cueste lo que cueste, estar de corazón y
cuerpo, en todo y por todas partes, del lado de los pequeños, de los
vulnerables, de los empobrecidos/as así como de todas las víctimas de los más
fuertes.
Que a partir de allí, seamos, en nuestra alma y conciencia, los
incansables buscadores, defensores y
promotores de la justicia, de los Derechos de la persona, de los Derechos de la
Tierra, de la libertad de los individuos y de los pueblos, y de la fraternidad
entre todos los humanos.
Y que en esta dinámica de liberación nos abstengamos de ser cuchillos y cortadores
de cabezas.
Que sepamos guardar en nosotros mismos un amplio espacio para respirar
como humanos, pensar con sabiduría, reconciliar lo reconciliable, curar lo curable,
celebrar con alegría lo bueno, lo grande, lo bello, y nunca negociar lo que
Jesús jamás negociaría.
Que no caigamos en la tentación de combatir la injusticia por la
injusticia, la mentira por unos simulacros de la verdad, el odio por más odio.
Y que al mismo tiempo, en el fondo de nuestro ser, la puerta de la
fraternidad soñada permanezca abierta a toda la humanidad, incluso a los mismos
adversarios, sin tener en cuenta sus culpas o su maldad, ni su color político,
su ideología o su religión.
¿Imposible?
¿Esperar eso, no es soñar lo imposible? … ¡Seguro! Pues si nuestra
esperanza no está hecha de imposible, nunca moveremos montañas, jamás
saldremos del atolladero en el que nos estamos hundiendo. Dejaremos de evolucionar, dejaremos de crecer y de avanzar.
El ancla es un espléndido símbolo de la esperanza (Hebreos 6, 19),
pero, por definición, se trata de un objeto que impide, precisamente, que el
barco avance… Prefiero la imagen del Principito
de Saint-Exupéry: “Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en
alguna parte”.
Mi esperanza, en el desierto, es el pozo del Reino; aunque
invisible a mis ojos, me hace caminar…
Me está llamando con señales de amigo desde las profundidades de mi ser,
desde el corazón de la Humanidad y de todo el Universo.
Me está apremiando con señales de amor desde la misma Creación, la que, en el fondo
de sus entrañas, también es impulsada por una inmensa esperanza: la de verse “liberada
a su vez de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos
e hijas de Dios” (Romanos 8, 20-21).
Eloy Roy
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