“Será una
señal impugnada”
(Lucas 2, 34)
El
crucifijo era rey en el Quebec de antes. Se lo veía
en todas partes como un sello sobre el catolicismo del 80 % de la sociedad. Para
algunos era un simple adorno, o quizás
un objeto de superstición, pero para muchos era el símbolo venerado del amor extremo
de Dios por la humanidad conforme al evangelio que dice: “Tanto amó Dios a la humanidad que le envió a su hijo, no para
condenarla sino para salvarla (Jean 3, 16-17).
Pero en el
Quebec actual, ya no se encuentran crucifijos, excepto en las iglesias, las
casas religiosas y acaso en ciertos hogares. O en museos.
El salón
azul de la Asamblea nacional, sin embargo,
no ha perdido su crucifijo. Por un
milagro de los que solo la política tiene el secreto, la efigie del crucificado
sigue intacta colgando más arriba del sillón del Presidente. En realidad, es
una espada de dos filos; por su culpa, el Quebec se está partiendo en dos bandos
que se agarran del moño como gatos en bolsa.
Los partidarios de un Estado estrictamente laico se rasgan las
vestiduras pidiendo la cabeza de ese símbolo religioso. Otros, católicos y aún
ex católicos, viendo en ese crucifijo el símbolo de un pasado que ha fuertemente
contribuido a fraguar la identidad cultural del pueblo, ponen el grito al cielo
cada vez que se lo quiere tocar.
Pregunto
a Jesús qué piensa de ese asunto. Me responde enseguida y sin dar señas de querer esgrimir
los rayos de la divinidad contra la
laicidad. Muy al contrario, exhibe una
amplia sonrisa y, si no interpreto mal su lenguaje, parece decirme:
-
Sabes bien que yo no vivo en los
crucifijos…
Vivo en el
espíritu del pueblo de este país que ha crecido como un árbol grande resistiendo
a todos los vientos. En estos últimos años, nuevas ramas de otras esencias han
venido numerosas a injertarse en él. Me gustan las raíces de este pueblo capaz
de llevar la vida y el futuro de tanta gente de todo el mundo.
Me gusta
la libertad, la creatividad y la impetuosidad características de su juventud.
Me gusta la justicia que no deja de buscar. Me gustan su compasión y sus
impulsos de solidaridad. Me gustan las nuevas facetas que dan a su rostro un parecido de familia con toda la humanidad…
A la
gente que desea honrar a Dios defendiendo los símbolos de su pasado
religioso, Jesús le tiene afecto, pues
insiste: “Sin las raíces no hay árbol”. Pero no pretende borrar con eso el
pasaje famoso del Evangelio en que queda sentado que la vida, el futuro e
incluso la salvación no descansan sobre los odres viejos ni los remiendos de ropa
gastada (Marcos 2, 21-22).
Para ir
más lejos:
Antes que
nada el crucifijo es la imagen de ese hombre humilde y sencillo, llamado Jesús,
que fue clavado en una cruz.
¿Por
quién? Por los jefes religiosos y el poder colonial de su nación.
¿Por qué crimen?
Por
incitar a su pueblo a librarse del miedo en que lo agarrotaban el
fundamentalismo religioso y el cinismo de sus dirigentes.
Acogido en
un principio como un Mesías y como un dios, no tardó en decepcionar a todos,
aún a sus seguidores más fervorosos. El pueblo sencillo que esperaba de él que
le diera de comer y solucionara sus problemas sin tener que cambiar su
mentalidad de esclavos, lo abandonaron. Los que creían que la única forma de
cambiar las cosas era por las armas, también lo rechazaron. Y los que pregonaban
que la solución se encontraba en un cumplimiento estricto de las normas y rituales religiosos, vieron en
él un Satanás. Al final, se quedó solo. Y fue matado.
A pesar
de ello, y no obstante los escándalos clamorosos hechos por falsos
seguidores surgidos después, ese Jesús sigue siendo una fuente inagotable de
inspiración para los humanos que aspiran a un mundo de libertad en la justicia
y la fraternidad. Y también para todos aquellos que intuyen que algo
transciende este mundo y que la muerte no puede ser la última palabra de la
vida.
De una experiencia
muy particular que tenía con Dios, Jesús sacó las ideas-fuerza que guiaron su
caminar y que con él triunfaron de la prueba extrema de la cruz. Humildemente
yo trataría de resumirlas así:
Una ley, aunque
lleve el sello del mismo Dios, no puede ser de Dios si oprime en vez de liberar.
Un poder
que se sirve de los humanos en vez de servirlos, se descalifica a sí mismo.
Dios no
sustituye al Estado y el Estado no es dios.
Las
mujeres, los niños, las personas y pueblos considerados como inferiores gozan
de la misma dignidad y de los mismos derechos que los individuos y grupos que tienden
a estimarse superiores a ellos.
Todo ser
humano: extranjero, enemigo, pecador, criminal, roto en su cuerpo o en su
espíritu, tiene el derecho de ser tratado con respeto, justicia y bondad.
Todas
estas actividades más importantes de la vida como son la cultura, la economía,
el arte, la ciencia, la salud, la educación, las comunicaciones, la política,
la moral y la religión, si no ponen a la persona humana y al bien común al
centro de sus preocupaciones, lejos de atenuar los sufrimientos de la humanidad,
corren el grave riesgo de empeorarlos.
Todo cuanto
se hace al último de los humanos, a toda la humanidad se hace; y, para
los que creen en Dios, se hace al mismo Dios.
Combatir
un mal con otro mal es el medio más seguro de llevar el mundo a su propia
destrucción.
El Dios que
da existencia a todo lo que existe no es preso de ningún templo. Dentro de este
mundo, su casa es el universo y, sobre la Tierra, su morada está en los seres
humanos. No tiene mayor alegría que la de ver a los hombres y a las mujeres ayudarse
mutuamente a vivir en la dignidad.
Por lo
tanto, toda forma de dictadura, incluyendo la que intentaría justificarse por el
Progreso, la Religión o la Paz, es hipócrita y criminal; tarde o temprano genera
corrupción, enajenación y miseria y, por eso, debe ser expulsada a latigazos. (Esto se debería aplicar a la
dictadura del mercado y a sus gerentes que se gozan saqueando el gran Templo de la
Tierra bajo el pretexto absurdo de asegurar el futuro de la humanidad…).
El
verdadero Progreso es el que trae beneficios a todos los hombres y a todas las
mujeres de la Tierra, y no solamente a un puñado de hombres y mujeres que poseen
más riquezas que todos los pobres del planeta reunidos.
La
verdadera Religión consiste en amar gratuitamente, ya que es así como Dios ama.
La
verdadera Paz, la única que merezca este nombre, es la que se construye sobre
la justicia y que le tiene horror a toda forma de mentira.
Por haber
vivido de acuerdo a estos principios y por haberlos propagado, Jesús fue torturado
y condenado a la cruz como rebelde, malvado y apóstata. Esto es lo que significa el Crucifijo.
Un
hombre, en quien algunos ven al Hijo de Dios, es rechazado porque cuestiona la
forma muy estrecha y poco humana en que nosotros, los humanos, acostumbramos
ver las cosas y manejarlas.
Muy a
menudo preferimos aferrarnos a nuestros crucifijos antes que prestar atención a lo que significan.
O simplemente
los botamos porque por demasiado tiempo fueron utilizados para santificar
precisamente lo contrario de lo que significaban.
Eloy Roy
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