LUCÍA
Francisco de Asís se enamoró de Dama Pobreza y se casó con ella |
Lucía tiene
la edad de las ancianas de la Biblia. Es alta y delgada y, bajo un exterior de gran
pobreza, tiene el porte de una dama.
Nadie
pudiera creer que en plenitud de la vida esta mujer tan frágil había sido domadora
de caballos.
Y una
incansable bailarina.
Cada
año, al acercarse la fiesta de la Virgen del Rosario, Lucía salía volando por
las montañas hacia el lejano cerro de Sixilera, donde la esperaba la Mamita. Al despuntar el día, el “misachico” emprendía
su larga bajada hacia la iglesia del pueblo. Esa marcha en el viento y el polvo
y bajo un sol ardiente demoraba al menos doce horas; y no pocas veces rozaba cumbres en las que los
mismos animales suelen tener dificultad para respirar. A lo largo del sendero
de piedras calentadas al sol, Lucía iba descalza delante de la imagen de la Virgen y, al son de
los sikuris, lo pasaba en grande danzando para honrarla. Cuentan que apenas si descansaba un ratito y
sólo muy de vez en cuando.
No hace mucho, en un triste
accidente, se le murió el hijo único (ella lo llamaba “mi guagüita”), dejándola
sola con dos nietos de siete y cinco años. La madre de los niños también había fallecido,
al dar a luz al más chico. Para darles
de comer la abuela se dedica a humildes faenas como pelar maíz en los campos de
los vecinos.
Las
únicas posesiones de Lucía son cinco plantas de maíz y dos gallinitas de marca
“bendy”. También tiene en medio de un río desecado una chocita de adobe techada con una chapa de
zinc. Allí se refugia con los niños.
Un día, Eduardo y yo, la visitamos. La casa estaba
completamente desnuda. Tres cajones de gaseosas
eran los asientos. Lucía estaba felicísima de vernos. Se suponía que los tres
cajones estaban vacíos, pero, una vez sentados, ella, con cara de pícara, sacó de su cajón una botella de cerveza, de esas
grandes, última herencia, sin lugar a dudas, de su difunto hijo. La destapamos.
-
¿A qué brindamos? pregunta Eduardo, que tanto como yo
estaba fascinado por ella.
-
¡A mis santitos, pues! contesta Lucía al volver los ojos hacia dos imágenes
pequeñas que una vela alumbraba en un rincón oscuro de la casa.
Eran las imágenes de San Sanjuan con su ovejita y de
San Marcos con su vaquita. Ambas preciosas en sus “urnas” respectivas pintadas
de flores.
-
Ellos me crían, dijo Lucía con mucha ternura en la
voz y con un dedo piadosamente levantado hacia el cielo.
Lucía no
tiene nada y da todo. El día de Navidad y el domingo de Pascua, visita las
casas de sus amigos para regalarles un huevito (“sagrado”, precisa ella) de sus
minúsculas gallinas. No acepta que se lo agradezca más que con un beso. La
alegría de dar es el único lujo que ella se da. Es su tesoro.
“Lucía”
quiere decir “Luz”. Ella lleva bien su nombre porque irradia felicidad.
- No me falta nada, me dice. Tengo todo lo que necesito.
En sus
pequeños ojos que parecen mirar el infinito, hay un letrero grande que dice: “Sólo
Dios basta”.
Eloy Roy
¡Qué hermoso! No tiene nada y lo da todo, y vive feliz porque sólo un beso y Dios basta. Si las aves del cielo y las flores del campo viven, ella también vive, gracias a Dios.
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