Son demasiados los hombres y las
mujeres que, soñando con una Buena Noticia para toda la Creación, siguen
cerrando los ojos sobre la muerte lenta de la Tierra.
Soy de
tierra, de agua, de fuego y de aire. Estoy hecho de pájaros, de ramas, de peces y de insectos. Soy
lo que como: hierbas, metal, polvo caído de remotas galaxias.
El
sistema solar, el planeta Tierra, las plantas, los animales, los humanos, mi
propio cuerpo, estamos conectados por una infinidad de partículas de la misma
naturaleza. Una misma energía nos anima y nos propulsa en la grandiosa danza
del cosmos.
Soy hijo
de la tierra, del agua y del fuego y mi respiración hace de mí el hermano del
viento. Por la carne y la sangre, por todas las células, las fibras y las
energías de mi ser estoy vinculado con el universo. Mi respiración es el
cordón umbilical que me conecta con él, y mi boca de él se alimenta.
Antes no
éramos más que unos polvos en la inmensidad del universo, pero ahora que algunos de
nosotros logramos organizarnos y crecer,
nos comportamos como si fuéramos el ombligo del mundo. Nos hemos constituido como
medida, centro y fin de nosotros mismos. Se nos subió el humo a la azotea y nos
quedamos bastante embromados.
Hay
hombres y mujeres que se empeñan en querer sacarnos de ese lío. Sueñan con algo
que sería una Buena Noticia para toda la creación. Pero casi todos cierran los
ojos sobre la muerte lenta de la Tierra y de sus hijos. Saben cantar responsos pero
de resurrección no hablan sino apenas de la de un cierto Jesús muerto hace dos
mil años, y del que alguna gente declaró que ha vuelto a la vida.
Rezan
salmos, leen cosas escritas por otros,
pero no se arriesgan a formular una palabra nueva. Machaconean viejas tesis más
o menos recicladas, sin largar la palabra que podría despertar al ser humano
que nació revestido de estrellas y de rocío y que la soledad y la desazón de nuestros
tiempos han encerrado en la tumba.
No se animan
a decir que Jesús está hecho de tierra. Temen afirmar que nuestro mismo mundo
está amasado de Dios. En vez de observar cómo la Palabra creadora germina
primero en la carne y la sangre de nuestro mundo, se sigue luchando para descifrar
antiguas escrituras que a duras penas pocos mortales logran entender.
Mucho se
habla de Dios, pero poco se lo escucha. Él habla sobre todo por el silencio, pero
también por el fuego y el viento, por la lengua del agua, del aceite, del pan,
del vino, por la lengua de las semillas, de los árboles, de los pájaros, de los
pescados, de los animales. ¡Y por la lengua de las piedras! Todas esas
criaturas han escrito luminosas líneas del evangelio.
Hoy en
día esas lenguas siguen hablando, al menos allí donde la Naturaleza no ha sido aún
sepultada bajo el asfalto, el hormigón, las tuberías, las chimeneas, o por la
arrogancia de filosofías y teologías poco
propensas a valorar el barro con el que Dios nos ha hecho.
Si Dios
existe y es el creador del inmenso mundo que habitamos, ¿cómo su corazón no va a
desbordar de ternura por la más pequeña hormiga y por el más pobre de los humanos?
¿Cómo no
se le van a “remover las entrañas” al mirar nuestra Tierra? Ella es muy pequeña también.
¿Acaso, no es su ovejita preferida entre tantos planetas e importantes
estrellas de su inconmensurable rebaño?
Pregunta Jesús: “Si alguno de
vosotros pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y
nueve para ir en busca de la que se perdió hasta que la encuentra?” (Lucas 15,
4).
La
Tierra es la oveja que hemos perdido. Sin ella nosotros mismos estamos
perdidos. Redescubrirla y cuidarla es capital. A esta aventura grandiosa nos urgen
Dios y la Historia.
Caminos
hacia el cielo no los hay si no pasan por la Tierra.
Porque
todo es UNO.
Eloy
Roy
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Genocidio argentino y Jerarquía católica: ver Carta del Secretariado de los Curas en la Opción por los pobres a la Conferencia episcopal argentina
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