Lucas 19, 1-10
Zaqueo es colector de impuestos y por demás corrupto. Chupa la sangre
de sus compatriotas para enriquecer al enemigo romano que coloniza el país. Cobra
extras para llenarse los bolsillos además de recibir una jugosa comisión de los
romanos y beneficiarse de su protección. Zaqueo no ha encontrado nada mejor para
lucirse.
Porque Zaqueo tiene un complejo que lo mata. Ser tan petizo es su
calvario. Todo el mundo se burla él. El sueño de su vida es crecer. Más que un
sueño es una obsesión. ¿Pero cómo? … No hay forma.
Entonces decide venderse, prostituirse, pegarse como sanguijuela a las
patas de los de arriba. Que sean
enemigos no tiene importancia, con tal que tengan poder y plata. Y es así como Zaqueo
se pone al servicio de los romanos, y de
hombre insignificante pasa a ser el ricachón del pueblo. Todos lo odian y le
tiemblan, pero nadie le falta el respeto…Por fin, Zaqueo es alguien.
Zaqueo es una basura, un sembrador de muerte como los hay por todas
partes, en los gobiernos, en las empresas, en los bancos, en la economía mundial y aún en las religiones. Su
casa es una fortaleza impenetrable. Nadie entra en ella.
De repente se oye bulla en la calle. Es Jesús el que pasa por allí
junto con un tropel de gente alegre.
- ¿Jesús, el curandero famoso que hace milagros? piensa
Zaqueo. ¡Qué suerte! En una de esas me
hace crecer de un par de centímetros. ¿Por qué no?... Además tengo plata, eso siempre ayuda…
Zaqueo ya no se aguanta. Impulsado por el viejo sueño de crecer como
una persona normal, se precipita fuera de su búnker y trepa a un árbol con la agilidad
de un niño… Desde arriba, por fin, ve otra cosa que los pies de la gente; ve a
Jesús. Y Jesús ve a ese hombre ya maduro encaramado en el árbol. Parece mentira.
Colgado de una rama y haciendo señas de la mano como un mono, se encuentra nada
menos que el ser más malvado del pueblo. Jesús se ríe a carcajadas y le grita:
- ¡Oye, Zaqueo, bájate pronto de allá! ¡Quiero ir a tu casa!
El petizo malvado casi se desmaya. En un santiamén se deja caer
del árbol y se apresura a abrir la puerta de su casa a Jesús y a los que lo
siguen. Algunos no entran. La Ley de los sacerdotes prohíbe que se pise la casa
de un pecador. Pero Jesús y sus seguidores más cercanos no tienen esa clase de escrúpulos.
Penetran con su alegría, su simplicidad y su libertad en esa casa que
efectivamente no es más que una tumba. La llenan con el aire fresco de su
humanidad mientras el corazón ulcerado del petizo se inunda de luz.
Nadie juzga a Zaqueo. Es primera vez que esto ocurre. Zaqueo se pone
tan feliz que pierde la cabeza. Abrazando a Jesús y a sus amigos y amigas les declara:
- Doy la mitad de mis bienes a los pobres. Y todo lo
que yo robé, ¡lo devolveré multiplicado por cuatro!
En ese mero instante Zaqueo, sin darse cuenta, se ha convertido en un hombre
muy grande. Aún hoy se habla de cómo ese
ser de poca estatura creció a los ojos de todos. Su historia se cuenta por todo
el mundo.
Lo que a Zaqueo le salvó fue su corazón de niño. Este corazón puro
dormía bajo una montaña de dolor, de vergüenza, de traiciones y toda clase
de disparates. El corazón de niño era el tesoro escondido, la perla preciosa,
el ser profundo, el “verdadero yo” de Zaqueo; era la imagen de Dios, el Reino, el hombre nuevo,
el resucitado que dormía en el fondo de su ser. Ese corazón de luz se despertó y
emergió del montón de basura que Zaqueo había sido porque, un día, alguien lo vio como Dios siempre
lo veía. ¿Quién hubiera dicho?...
Dios no juzga según las apariencias…
Eloy Roy
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