Nelson Mandela ha muerto. El que el mundo entero aclama como el “salvador”
de su pueblo, fue enterrado vivo durante 18 años en una celda de mala muerte
que se parecía a una tumba. Condenado por la Justicia de su país como
“terrorista” y “traidor a la patria”, el “liberador” de Sudáfrica habrá pasado
en total 27 años de su vida en prisión.
Esa miserable celda de Mandela en la siniestra prisión de Robben Island
me transporta como por arte de magia hasta el pobre pesebre de Jesús en Belén.
Me gusta releer a Jesús a través de Mandela.
Estos dos hombres que, desde un principio, estaban condenados a la nada, lograron
voltear enormes fronteras y alcanzar lo universal. Sortearon barrotes,
búnkeres, casillas, normas, marcos y dogmas intocables. No se dejaron atrapar
en las jaulas sociales, ideológicas, psicológicas y religiosas de su país y de su
tiempo. Hicieron burla del odio y de la venganza. No se doblegaron ante las prisiones, los pesebres, las cruces y las
tumbas que encierran al ser humano en sí mismo e impiden que alcance su
plenitud.
La vida de Mandela y la de Jesús despiertan
lo que tenemos de mejor dentro de nosotros. Son dos vidas que nos traen aire
puro y altura con ganas de no resignarnos jamás a vivir como muertos.
Los
dos liberadores tienen también en común el que han sido traicionados por varios
discípulos suyos, y no entre los menores. La sociedad de Sudáfrica está más dividida que nunca entre una pequeña facción
de ricos y una inmensa mayoría de pobres. El panorama del Occidente
tradicionalmente cristiano es apenas más brillante. El Apartheid se renueva
cada día a escala mundial.
Que la alegría de las fiestas navideñas no nos haga olvidar esa gran
verdad de que, sin justicia social, la reconciliación y la paz no tienen futuro
en ninguna parte del planeta.
Eloy Roy
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