Una
buena movida
Romero
es un santo que pasó de reaccionario a revolucionario. Es un santo de la no
violencia y del perdón, pero, ante todo,
es un santo de la justicia. Un santo de los que no tienen voz, un santo en
contra del "establishment", un santo de la liberación de los
oprimidos. Un santo que se ha enfrentado a opresores bien definidos con sus
máquinas de explotación y destrucción. Romero es un santo que, al enfrentarse a
fuerzas muy poderosas, encarnó el
evangelio de Jesús, siendo más crueles las puñaladas asestadas por la propia Iglesia.
Es
de esperar que las pompas de la canonización, la aureola
dorada que le van a pintar al nuevo santo, las reliquias, las flores e
indulgencias no vengan a opacar al Romero de las botas embarradas en las calles
de los pobres. A ese hombre no se lo canoniza para que haga el milagro de curar
a los chicos de las paperas, sino para darle más fuerza a la lucha en contra de todo cuanto
produce esclavitud y pobreza en el mundo.
Porque,
al canonizar a Romero, el Papa Francisco (el que por ser latinoamericano
entiende muchas cosas), reconoce solemnemente que la causa por la que Romero
tanto peleó y por la que finalmente fue asesinado, lleva en sí misma el sello del
Evangelio de Jesús. Consagra la obra de un hombre que logró identificarse
totalmente con las penas y los sueños de los desposeídos de un país secuestrado
por una poderosa oligarquía de catorce familias. Escudada con fuerzas armadas que son como un subproducto del
imperio yanqui, esta oligarquía ha demostrado cómo no le importa matar a
cientos de miles de campesinos desposeídos de su tierra, incluyendo a un arzobispo
que se empeñara en arruinarle la fiesta.
Los
salvadoreños conocen bien al asesino de Romero: un oficial militar de alto
rango que nunca ha sido enjuiciado. Esta
canonización debería estimularlos a seguir exigiendo justicia. Ojalá conduzca
a un arrepentimiento real y sincero a aquellos obispos que no escatimaron sus esfuerzos
en hacerle más pesada la cruz de Romero.
Esperemos también que, desde el cielo, el Papa polaco (ya canonizado) derrame
por lo menos una lágrima por haberse negado a escuchar los gritos de su hermano
arzobispo de San Salvador, cuando, dos semanas antes del asesinato, lo despidió
de su despacho con la orden de no hacerles más la contra a los militares de su
país por el motivo que ellos, al fin y al cabo, no eran comunistas sino
católicos...
A Oscar Romero mucha
gente lo saluda como el santo patrono de "una Iglesia que ha pagado el
precio de la sangre por oponerse a las dictaduras militares". Pero hay que
ver de qué Iglesia se trata. En la Iglesia hay dos iglesias: una arriba que durante
siglos ha jugado alegremente en el patio
de los dictadores y de los podridos de plata, y otra abajo, que fue la iglesia
de Romero. En gran medida la iglesia de arriba ha sido cómplice directo o
indirecto del derramamiento de la sangre de muchos Romeros y de miles de
hombres y mujeres identificados con la causa de los pobres. Romero no es el
patrón de esa iglesia que, por costumbre atávica, echa mano de la canonización
con el fin de recuperar a los que ella misma ha contribuido a crucificar.
Romero no es ciertamente el santo patrón del Opus Dei, de
los Legionarios de Cristo, y otras organizaciones católicas de
ultra derecha, que fueron comisionados por Juan Pablo II y
su sucesor, Benedicto XVI, para terminar con la teología de la
liberación, las comunidades eclesiales de base y con la
"Iglesia de los Pobres" por la que Oscar Romero (y miles de
otros) derramaron su sangre en América latina.
Olvidar eso o negarlo, sería un último insulto a Romero y al
Evangelio.
Que no nos engañemos: el mayor pecado de la Iglesia no son sus
escandalosas infracciones al sexto mandamiento, sino su alergia visceral a sus
propios profetas.
Teniendo esto aclarado, ¡qué viva el nuevo, corajudo y
magnífico santo de las Américas: Oscar Arnulfo Romero!
Eloy Roy
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