¡Hipócritas! Sus padres mataron a los
profetas; ustedes, los hijos, construyen mausoleos en recuerdo de ellos y
los adornan con flores. (Mateo 23, 29-32).
Cuatro testigos del Evangelio
acaban de ser beatificados en Argentina. Son Enrique Angelelli, Carlos Murias y
Wenceslao Pedernera. Los tres son argentinos; el primero es un obispo, el
segundo es franciscano, el tercero es un laico campesino comprometido. Su
compañero, Gabriel Longueville, sacerdote misionero francés, también fue
beatificado con ellos. Los cuatro hombres vivían en La Rioja, una provincia
empobrecida del interior, en donde les aguardaba un brutal final en 1976.
¿Quién lo hubiera dicho? Unos
cuarenta años atrás, una despiadada dictadura militar se instaló en Argentina.
Muchos obispos, sacerdotes y fieles católicos vieron en ella "el brazo de
Dios" y la acogieron como la salvación de la patria. Sin embargo, en menos de seis años, este
"brazo de Dios" amontonó sobre las espaldas del Estado argentino una
deuda multimillonaria absolutamente imposible de pagar; hizo desaparecer a
treinta mil personas, asesinó a otras quince mil, hizo diez mil presos
políticos y a más de un millón de exiliados. Mientras tanto, este mismo
"brazo de Dios" ya había llegado hasta La Rioja, y asesinado a
traición a cuatro hombres profundamente implicados en el rescate de los más
empobrecidos.
Sin embargo, recién el 10 de
mayo de este año, esta misma Iglesia Católica acaba de declarar mártires y
"beatos" en el cielo a los cuatro hombres asesinados por esta
dictadura que ella misma había glorificado como el "brazo de Dios"!
Cuando estos cuatro hombres de
Dios corría gravísimo peligro, la Iglesia, (que lo sabía todo porque tenía
acceso privilegiado a la dictadura) no sólo no levantó un dedo para
defenderlos, sino que hizo todo lo posible, por el contrario, para
desacreditarlos y hacer que la carga sobre ellos fuera aún más pesada. Y luego,
cuarenta años después, ahora que están muertos y la dictadura ha sido
derrocada, simplemente declara al mundo que estos hombres no eran demonios,
sino santos.
No cabe duda que
los Cuatro de la Rioja eran santos, pero eran santos por haber cometido el grave pecado de compartir la vida de los pobres y de los descontentos, denunciando la injusticia imperante y combatiéndola.
Estaban involucrados con grupos que reclamaban sus derechos y exigían cambios.
No empujaban a nadie a la violencia, pero no dudaban en dejar claro que la
terrible violencia que asolaba el país no era causada por los pobres, sino por
aquellos que abusaban de ellos, no de los trabajadores sobreexplotados que
tenían todas las razones de rebelarse, sino de las enormes injusticias y las
intolerables desigualdades causadas por la corrupción, la rapacidad, la dureza,
la ceguera y la crueldad de los grandes propietarios, y de sus esbirros y
amigos incondicionales de la policía y del ejército, debidamente formateados,
adoctrinados, armados y piloteados por el "hermano mayor" de la
humanidad, el que goza todavía de muy buena salud, y que es venerado,
envidiado, copiado y odiado por el mundo entero.
Los Cuatro de La
Rioja nunca han comido a la mesa de los ricachones. Nunca han bendecido o alabado la dictadura que violó, torturó, encarceló,
fusiló, hizo desaparecer a miles de
personas y juró
limpiar el país de todos aquellos "subversivos" (como ellos, los
cuatro) a los que se les ocurriera soñar con una sociedad más justa. Nunca han
reconocido legitimidad alguna a los
militares que usaban sus armas para cometer atrocidades peores de las
que pretendían combatir, aun cuando el General Videla, el líder supremo
de la dictadura, fuera a misa y comulgara a diario, y que su brazo derecho, el
almirante Masera, jugara al tenis con el Nuncio Apostólico en los fines
de semana.
Los Cuatro de la
Rioja no obedecían a esas autoridades, ni a la mayoría de aquellos obispos que,
ante las atrocidades cometidas en el país, miraban a un costado, se lavaban las
manos o callaban; ni a aquellos que, después de explayarse en complicadas
contorsiones sobre el amor, el perdón y la paz, rociaban con agua bendita la política de muerte de la
dictadura.
Los cuatro de La Rioja preferían "obedecer a Dios antes que a los
hombres", tal como el apóstol Pedro lo declarara contundentemente al
Sumo Sacerdote unos días después del asesinato de Jesús en Jerusalén (Hechos 5, 29). El único maestro de ellos
era Jesús, el Jesús del Evangelio, ese mismo que, por cierto, vino a traer la paz al mundo,
pero no cualquier paz, ni a cualquier precio.
Según ellos, no cabía
duda de que Jesús estaba en La Rioja luchando al lado de ellos para ayudar a
los campesinos explotados a levantar la cabeza. Desafortunadamente les salió
mal. Lo cual no fue una sorpresa, pues cuando hombres y mujeres se esfuerzan
por vivir y actuar como Jesús, forzosamente terminan como Jesús: calumniados,
despreciados y ridiculizados
por sus propios hermanos, y luego asesinados, al igual que
Jesús. Esto es lo que les sucedió a los Cuatro
de La Rioja.
Cuando murieron, no
hubo mucha gente para llorarlos, excepto un puñado de valientes activistas de
derechos humanos y unos cristianos sinceros determinados a seguir caminando de
acuerdo
al evangelio a pesar
de todo. Excepto también algunos cándidos como yo, los que, desde el Concilio
Vaticano II, tuvimos la ingenuidad de creer en otra Iglesia.
Hizo falta que un
argentino subiera al trono papal para que la reputación de los Cuatro de La
Rioja fuera limpiada. Esta beatificación, que nunca ellos habrían imaginado,
es, de hecho, un
hermoso acto de
justicia que honra a este Papa; también es un bálsamo apreciable sobre los
corazones de las miles de otras víctimas de la feroz dictadura. Sin embargo,
hay un riesgo de
que ese gesto sirva
también de pretexto para echar un piadoso "manto de olvido" sobre la
podredumbre de la dictadura o sobre las traiciones de aquella gente más
poderosa de la Iglesia que hasta ahora no ha mostrado la más mínima pizca de arrepentimiento.
No sé si, para tapar
los crímenes de la dictadura con la cual su clase social se identificó visceralmente, unas damas muy católicas de la alta sociedad no
recaudarán fondos para construir y decorar algún monumento a nuestros
beatificados, pero lo que se sabe es que, a pesar de la condena por los
tribunales de muchos criminales de la dictadura, todavía quedan miles de ellos
que andan bien panchos por la República, sin que nada les perturbe.
Nadie puede negar que
la dictadura haya sido derrocada, pero la forma en que la Argentina se sigue
manejando muestra lo contrario. Algunos dicen que, mientras quede algo
para robar en el país, las fuerzas que en el pasado han generado tanta
violencia y provocado, no cuatro, sino cientos, tal vez miles de mártires, siguen teniendo
por delante un lindo futuro... Para que algo
cambie en el país, o
en la Iglesia, puede ser que los Cuatro de La Rioja tengan que arremangarse y hacer milagros de magnitud poco común.
Eloy Roy
Mayo 2019
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