Un homenaje sencillo a los animadores y animadoras
de pequeñas comunidades que se han partido el alma para hacer emerger una iglesia
con sabor a evangelio y rostro humano, y que con dolor han visto sus esfuerzos aniquilarse
por la poca valentía de los mismos que tenían la misión de andar al frente de
ellos.
Hace rato que los pequeños
agricultores de la Landa rumian el proyecto de formar una comunidad que
enorgullezca al Buen Dios. Modesto y Nilda, su esposa, son el alma de ese
sueño.
Hoy, domingo, todo el mundo
está reunido para compartir la buena Palabra junto con pan casero, vino Toro, chicha,
refrescos, empanadas, humitas y hojas de coca. Entre bocados, cantos, música de sikuris y
oraciones, Modesto comenta aquel trozo del evangelio en el cual Jesús es aclamado
como “pan bajado del cielo” (Juan 6,51-60).
“Esto no es chino”, comenta
Modesto. Les explica que Jesús era tan
querido que a la gente no le importaba dejar su trabajo, sus animales y sus casas
para ir en bandadas a oír su palabra. No se cansaban de escucharlo. Su palabra les llenaba. A tal
punto que a veces ni se acordaban de
comer. Decían que Jesús y su palabra eran
“un pan del cielo” para ellos.
Modesto les recuerda que,
tras la muerte y resurrección de Jesús, cuando las primeras comunidades cristianas
comenzaron a salir a luz, el signo que las caracterizaba no era la cruz sino
una mesa fraterna con pan en abundancia para todos aquellos que se juntaban a
ellos. Los primeros cristianos oraban y trabajaban juntos, compartían todo
entre ellos y cuidaban unos de otros. Entre ellos no había ricos ni pobres. Y
nadie pasaba hambre. Al menos esto es lo que relata el libro de los Hechos de
los Apóstoles (2,42-45; 4,32-35).
Hoy, en la pequeña
comunidad de la Landa, no todos tienen pan. Acá, los más pobres todavía labran
la tierra con arado de madera tirado por… ¡la mujer!... Si por suerte la mujer tiene marido, siempre se puede defender.
Pero si el marido ha muerto o “se ha mandado a mudar”, es la catástrofe.
Ese día en la capilla, al
escuchar la reflexión de Modesto sobre el “pan de vida”, la comunidad de la Landa
se acuerda del drama de esas familias abandonadas y se exprime los sesos para ver
cómo solucionar ese drama. Hasta lágrimas
saltan en los ojos de algunos.
De pronto, alguien exclama:
“¡Tengo una idea! Propongo que pongamos, cada semana, unos pesos en una caja común. Cuando tengamos suficiente dinero, compraremos
un caballo. Será el caballo de la comunidad. Lo guardaremos en la chocita al
lado de la capilla. Cada familia, por turno, se encargará de alimentarlo. En la
época de la labrada, prestaremos el caballo a las familias más necesitadas.”
La propuesta es acogida de
inmediato como una iluminación del Espíritu Santo. Todos manifiestan su acuerdo,
aplauden con fervor y se retiran cantando Aleluya.
Pasan los días y la caja
permanece vacía. La gente se hace de rogar,
posterga el compromiso, inventa mil pretextos para no colaborar.
Modesto vuelve a insistir: “La
idea del caballo es del buen Dios. Seamos generosos y, por favor, llenemos esta
caja lo antes posible. Como saben, yo no tengo plata, pero cuando tengamos
nuestro caballo yo me comprometo a hacer los labrados. Lo haré sin cobrar nada.
Porque, pensándolo bien, aún con caballo, no sería muy cristiano dejar que las
mujeres se las arreglen solas. Esta será la contribución mía.”
Todos abrazan a Modesto con
emoción y se retiran para la casa. En la
caja, sin embargo, no ha caído un solo cobre.
Modesto tiene nueve hijos. Es campesino y albañil, mientras Nilda, su
mujer, cuida de unas cuantas cabras y cultiva una huertita entre las piedras.
Es él, Modesto, quien ha construido la capilla de la comunidad. Sin demasiada
ayuda a decir verdad.
El tiempo continúa
transcurriendo y la caja sin llenar. Modesto no puede esperar más. Se presenta a la casa de un compadre que vive en un pueblo vecino, le pide
prestados algunos pesos, luego compra el caballo, lo alimenta a su costa y,
como prometido, labra gratuitamente los campos de las madres sin marido. Nadie
pone un centavo, nadie aporta heno para el caballo, nadie le da una mano.
Después de aguantar así
durante dos años, Modesto y Nilda ya no dan más y deciden vender el caballo
enflaquecido a un precio inferior a lo que
había costado. Haciendo de tripas corazón, Modesto se presenta de nuevo a casa
del compadre y, con el fruto de la venta, abona al menos una parte de su deuda.
Pero enseguida corre la
bola de que con la venta del caballo Modesto se ganó una buena platita… Las lenguas se disparan y la comunidad frunce el
ceño. A Modesto no le cuesta aclararlo
todo con pruebas al canto, pero tres o cuatro individuos no se dejan convencer
y se retiran antes de que se levante la reunión. La aureola de Modesto ha
empezado a perder brillo.
En aquel momento, una
crisis enorme estalla en la cabeza de la parroquia de la que la Landa forma
parte: el párroco, un tal Jeremías, y su equipo acaban de ser despedidos por el
obispo.
En un principio, el obispo
había bendecido ese proyecto de pequeñas
comunidades en torno a la Palabra de Dios. No veía con malos ojos el que laicos
como Modesto y Nilda fueran formados para animar esas comunidades. Pero ahora
está hasta la mitra con todo aquello.
Esas pequeñas comunidades,
según él, se han extralimitado. Con su opción por los pobres y sus posturas
ante las injusticias, ciertos sectores de la iglesia y de la sociedad se
inquietan, lo que no deja de incomodar al pastor de la diócesis.
Naturalmente, como obispo, él
no se opone a los pobres. Al contrario, pero, en su opinión, la iglesia
debe también estar con los ricos. No le gusta la llamada “opción preferencial por los pobres” porque le
suena discriminatoria. Los ricos son hijos de Dios también. En el evangelio, el
ser pobre no es primero un mal al que hay que combatir sino una realidad
espiritual que hay que promover. La iglesia reverencia la pobreza como una gran
virtud y la pone como primera condición para acceder a la santidad “¡Felices
los pobres de espíritu!” ha dicho Jesús.
Por cierto, admite el
obispo, existe una pobreza que no es una virtud y que se debe combatir. Sin
embargo, no hay que olvidarse de que la pobreza hace también estragos entre los
ricos. Aunque esa pobreza es de
naturaleza distinta, en no pocos casos, es más perniciosa y menos soportable
que la de los pobres.
El obispo no pretende con
eso canonizar a los ricos. Los hay que son pecadores, admite él, como hay
pecadores entre los pobres. Pero hay ricos que son muy buenos. La diócesis se
beneficia de la generosidad de varios de ellos. Así con la obra del Seminario
mayor y otras obras importantes de la iglesia.
Los militares no son todos unos demonios tampoco, como algunos se complacen en pintarlos. ¿Quiénes, pues, han traído de vuelta la enseñanza religiosa en
las escuelas sino los militares?
El problema con las nuevas tendencias pastorales, lamenta el obispo, es que se valen abusivamente del Concilio
Vaticano II para mezclarlo todo. Confunden el orden político y el orden
eclesial. Los Derechos humanos, la justicia social, el problema obrero, la
causa de los desparecidos de la Dictadura, las reivindicaciones de las
comunidades aborígenes por la protección de su cultura y la recuperación de sus
tierras ancestrales, son todas cosas que, con toda seguridad, interesan a la
iglesia, pero no son de la incumbencia suya sino del Estado. “¡Al César, pues,
lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios!”
Finalmente, a juicio del obispo y de sus asesores, el problema de las pequeñas comunidades radica en
esa confusión. Pasan la vida mezclando la religión con cuestiones de justicia y
de libertad y contaminan el evangelio con prácticas de origen pagano heredadas
de los ancestros indígenas. Además de empañar así la pureza de la doctrina, se prestan al juego de las izquierdas,
fomentan la lucha de clases y hacen tambalear el zócalo de la paz social. Urge
tomar medidas.
Y medidas son tomadas. Jeremías es despedido de la parroquia y aún de la
diócesis, y su equipo es enviado al limbo. Son remplazados por unos laicos piadosos
y por un cura viejo, de muy mal carácter
pero de doctrina segura. Nacido teutón, este
religioso anciano tiene, entre mil manías, la de jactarse a los cuatro vientos de las
novelescas hazañas de su glorioso pasado,
destacándose entre ellas la de haber servido como oficial del ejército de su patria,
en la época de un cierto Hitler...
La reprobación de Jeremías y de su equipo desencadena
un seísmo que repercute inmediatamente en todas las pequeñas comunidades. En la
Landa, Modesto es apartado inopinadamente de su servicio de animador. Una
señorita de edad canónica y de ficha religiosa sin mancha, es “de oficio”
nombrada para hacer de enlace entre la capilla y la parroquia.
Bajo una lluvia de harina y confeti y al son de los
sikuris, la comunidad consagra en sus nuevas funciones a la elegida. La
comisión “pro templo”, tradicionalmente encargada de las llaves, bancos, campana y fiestas, así como de la plata de
las colectas, ve terminado, por fin, su largo exilio y reasume su rol de antes.
El cura teutón, más devoto del catecismo de Trento que de los caballos
comunitarios, echa las campanas al
vuelo.
De ahora en adelante, en la
Landa, las cosas vuelven rápidamente a ser como antes. La gente ya no tiene que participar y se conforma con hacer feliz al cura. No se comparte más el pan casero, ni el vino Toro, ni las gaseosas, ni las hojas de
coca, ni nada. No se dan más celebraciones de la Palabra si el cura no está, y
si está, se asiste a misa nomás.
En las misas se masculla la
palabra de Dios pensando en las moscas. Poco se canta y nadie más se preocupa
por cambiar el mundo. Pero, sí, se recogen monedas; no, sin embargo, para comprar caballos, sino para “pasar misas”.
Misas por los muertos, desde luego, ya que la salud de los muertos, como es
sabido, es más importante que la de esas mujeres que han traído niños al mundo fuera
de los lazos sagrados del matrimonio. Por lo tanto, la caja de la capilla nunca está vacía.
A medida que aumentan las
visitas del cura y se multiplican las misas por los difuntos, la prosperidad
financiera se mantiene en alza. Pronto se le va a poder dar una nueva pintada a
la capilla y se mandará a retocar la imagen de la Virgen. El buen cura estalla
de contento haciéndose lenguas de sus queridas ovejitas de la Landa. La buena religión de siempre, por fin, ha
vuelto a casa.
Ciertamente no se
encuentran malas personas en la Landa. Todos aman a Jesús y creen ciegamente
que la hostia consagrada por el sacerdote es
verdaderamente el Cuerpo de Cristo. Lo más duro para ellos no es el
dogma de la transustanciación, cuya existencia ignoran, sino el poner en
práctica la simple palabra de Jesús, transformándola en un compartir fraterno,
en una participación activa y una solidaridad concreta para que, alrededor de
ellos, nadie sufra de miseria o pase hambre. “Esto es demasiado duro”, dicen.
Y es así como de a poco esa
buena gente abandona el camino de Jesús para volver a la religión en la que el
templo y el culto ofrecen más atractivos que los pobres y la justicia.
No todos, felizmente, razonan
así. A pesar de las humillaciones, Modesto y Nilda continúan estando presentes
y sirviendo como pueden, esperando que, un día,
su comunidad resucite.
“Mi carne es alimento de
verdad”… No todo el mundo entiende esto. Por eso, tal vez, no sobran en el mundo los
“caballos comunitarios”, y sí los muertos por hambre.
Eloy Roy
Aunque lea 20 veces tus escritos me siguen emocionando hasta las lágrimas
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