ENRIQUE COURSOL
92 años de juventud y de liberación - febrero 2015
Apenas llegado a Choluteca,
en 1954, tanto me tocó chapotear en el
agua bendita y en los bautismos que me asaltó la extraña sensación de que alguien me había tirado al
mar. Las filas de espera para hacer bautizar a los niños eran
interminables. Esa hambre de bautismos
se explicaba por el hecho de que, antes de la llegada de los padres
canadienses, esa región del sur de Honduras no veía la
cara de ningún sacerdote sino muy de paso y a cada muerte de obispo cuando
mucho… Por eso, muchos niños ya grandes estaban sin bautizar y nosotros tuvimos
que pasar meses bautizando sin parar.
Casi me ahogaron los
sacramentos. No se podía seguir así. Éramos conscientes de que la misión iba al
revés. En vez de evangelizar primero y después pasar a los sacramentos, el
respeto a la cultura de la gente nos exigía que comenzáramos por los sacramentos para… terminar con el
Evangelio. Pero, pensándolo bien, ¿por
qué no?
El sur de Honduras no
atraía a los extranjeros, porque, además de ser una región pobre, era un vivero
de malaria. A Edgar Larochelle, superior
general de la SME, le escribí entonces las siguientes letras: “Estamos hundidos
en un pozo olvidado de Dios y de los hombres. Trabajamos de sol a sol y aun de
noche. El calor nos mata. Los zancudos son insaciables. La malaria y las amibas
nos están acechando constantemente. Y, para colmo, a mucha gente no le gustan
los curas! ” El Superior me respondió: “Es precisamente por eso que les
enviamos allá, porque ése es uno de los lugares
del mundo que más necesita de nuestra ayuda. ¡Ánimo, pues! Les vamos a
mandar refuerzos. ” De hecho, las SME envió mucha gente a Honduras. Nunca hemos
estado solos.
Antes de nuestra llegada,
era un milagro el que un sacerdote se acercara a aquella zona del país. Esa
aventura no era muy agradable. El
sacerdote se trasladaba a todas partes a lomo de mula como un peón de los
caciques, haciendo miles de “bautizos”, rezando innumerables misas en latín y
millones de “responsos” por los muertos. Ganaba su vida con eso, triste y
penosamente.
Solos, sobrecargados de
trabajo y a menudo tratados como mercenarios, los escasos sacerdotes
itinerantes quebrantaron uno tras otro, dejando una imagen muy negativa del
sacerdote. De modo que cuando la gente
nos vio llegar allí con nuestras
sotanas blancas, muchos nos tomaron por unos nuevos explotadores venidos del extranjero.
En las ciudades y pueblos más importantes, se nos miraba con mucha desconfianza,
e incluso con desprecio, simplemente porque éramos sacerdotes. Con los
campesinos, no obstante, todo fue muy diferente; al poco tiempo nos hicimos
amigos de por vida.
Desde ellos sobre todo, y
desde los más pobres, los más alejados, los más humildes, nuestra misión pronto se transformó en un
gran movimiento para el renacimiento de todo el pueblo. Mi evangelio post
sacramental en esto consistió: “al necesitado dale una mano; al aplastado, ponlo
de pie”. Y eso, no sólo a nivel individual, sino también a nivel de toda la
sociedad. A partir de allí mi evangelio se fue convirtiendo por sí solo en un
compromiso social y en una lucha constante por un desarrollo humano
integral abarcando la salud, la educación, la cultura, la espiritualidad,
la economía, la política, en una palabra: todo lo que hace al ser humano.
Nos jugamos por ese
caminar misional y también no pocas veces fuimos combatidos a causa de ello. Yo
mismo, según una fuente episcopal muy segura, tuve el privilegio de ser “caritativamente”
clasificado como “comunista” en las
fichas vaticanas… No cabe duda que mi gran pecado fue el haber dado testimonio
de que tanto la Justicia como la Liberación eran Palabra de Dios… ¡Qué alegría!
Pues yo no estaba solo en esa lista negra: allí también debía figurar un cierto
Jesús de Nazaret y algunos compañeros míos entre los más corajudos que tiraban
de la carreta por los mismos senderos que yo.
Esta visión de la misión,
en términos de desarrollo humano integral, yo la compartía a ciento por ciento
con Marcelo Gerín, nuestro compañero obispo; de allí nuestra amistad
indestructible.
Poniendo las cosas en
perspectiva y aún mirándolas con ojo crítico, me alegra poder afirmar que,
gracias a Dios y a la Virgen, y gracias también a nuestros esfuerzos
encarnizados, a través de nuestras múltiples organizaciones sociales y
nuestras numerosas comunidades cristianas, una gran parte de nuestro
pueblo del sur de Honduras logró ponerse de pie.
La obra no está terminada
aún, bien lo sé, y tal vez convendría recomenzarla a ciertos niveles, pero
siento en mi corazón una profunda satisfacción: creo sinceramente que hemos
hecho lo que teníamos que hacer. Sí, yo creo que hemos cumplido cabalmente
con nuestra misión, gracias también y
antes que nada al mismo pueblo querido
de Honduras, el que, más allá de sus tribulaciones, sigue llenándome de mucha esperanza.
Editado por Eloy Roy,
enero de 2015
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