Desde
las tierras áridas del Sur de Honduras hacia el Paraíso del río Patuca
Con
Juan Luis Nadeau y Normando Landreville
A una escala
reducida,
unos cien
campesinos de Honduras
y dos
misioneros de Quebec
reviven el
Éxodo de los hebreos
con el cual la
Biblia da inicio a la Historia de la salvación.
Por: ELOY ROY
Volviendo las espaldas a una vida de muchos
sacrificios en las montañas áridas del Sur de Honduras, 90 campesinos junto con 15 mujeres están ya
listos para salir a la conquista de una vida mejor. Juan-Louis y Normando,
jóvenes e intrépidos misioneros, van a ir con ellos. A cuatro cientos
kilómetros en la selva del norte, los está esperando “una tierra que mana
leche y miel”. Así la han pintado de bella unos exploradores de entre ellos que, meses antes,
fueron a rastrear lugares inhabitados del país y volvieron para anunciarles:
“¡La nueva ‘tierra prometida’ ya la hemos encontrado!”
Salida preparada con mucha anticipación
Estos que van a salir son gente pobre de gran corazón,
muy despiertos y abiertos a todo. Lo van a dejar todo detrás de ellos para
liberarse de una vida de esclavos clavados a una tierra parcelada, agotada y
dura. En los montes del norte, van
a ser los pioneros de un pequeño “paraíso” en el que, por olas sucesivas
y en menos de diez años, 20.000 familias llegarán a juntarse a ellos. Flotas de camiones cargados de mulas, vacas,
caballos, burros y cabras los seguirán; estos hermanos animales desempeñarán a
su manera un papel vital en esta empresa de salvación.
Porque bien se trata de salvación para estos
campesinos que se encuentran en el Sur como en un callejón sin salida. Vienen
de pequeñas comunidades que no aparecieron como champiñones nacidos de una noche.
Al contrario, son el fruto largamente madurado de la Iglesia misionera del Sur
de Honduras, donde los sacerdotes de la Sociedad de Misiones Extranjeras del
Quebec, respaldados por las Hijas de Jesús, las Hermanas del Santo Rosario, las
Hermanas de la Inmaculada y otras colaboradoras y colaboradores originarios del
país o de otras partes, trabajaron incansablemente en hacerlos crecer tomando
sumo cuidado en no separar nunca lo espiritual de lo social.
Llegaron a formar pequeñas comunidades cristianas que
se multiplicaron por centenares a través de organizaciones muy humildes como
el Apostolado de la Oración, u otras más revolucionarias como el
controvertido movimiento de recuperación de tierras públicas que, por medio de
la corrupción y de la violencia, unos grandes propietarios inescrupulosos
habían logrado usurpar en el transcurso de los años. El sistema de
educación popular de las Escuelas radiofónicas alfabetizó a estos campesinos y
los abrió al mundo. Un gran número de otros servicios de concientización,
solidaridad económica, promoción humana y ciudadana, los prepararon a
participar de un amplio movimiento de transformación social. La religiosidad,
tan profundamente arraigada en la cultura de estas pequeñas comunidades, se
canalizó y profundizó en las Celebraciones de la Palabra, un
servicio de fuerte aceptación que brindó una formación bíblica básica a
los animadores y animadoras de estas comunidades, y desarrolló en
ellos/ellas una asombrosa vitalidad espiritual y social.
Animados por la Palabra de Dios
Cuánto veces en los corazones de esas pequeñas
comunidades habrá tintineado la Palabra que inicia todo caminar con el Dios de
la Biblia: “Deja tu país, deja tu tierra, deja todo, ponte en marcha. Sígueme.
Estaré contigo. ¿No tienes mapa? Mi Palabra será tu camino. ¿No tienes comida
para el viaje? Mi Palabra será tu pan”.
Esta Palabra repetida a lo largo de la historia
tumultuosa del pequeño pueblo de la Biblia, atiza el espíritu de esta buena
gente y se convierte en su guía.
Abraham, José, David llegan a ser como contemporáneos
de ellos estimulándoles a abandonarlo todo y a afrontar grandes peligros con la
seguridad de que Dios les va a dar un futuro de prosperidad y felicidad. Así con Moisés y Aarón los que, desafiando
fuerzas sobrehumanas, sacan a su pueblo de un exilio de cuatro siglos, lo
liberan de la esclavitud y lo salvan de la exterminación. Lo mismo con los
Profetas, estos héroes de la libertad y de la justicia, que muestran con su
testimonio que Dios no es de madera, de mármol o de yeso, sino Vida y
Misericordia, capaz de hacer posible lo imposible.
Y ¿qué decir de Jesús? Los humildes campesinos han
aprendido que toda la Palabra de Dios se encuentra en él hecha carne y huesos.
Ella tiene el rostro y el corazón de Jesús, camina con los pobres, los abraza,
los cura, los ama, les perdona, los
levanta; está cerca de los que no son nada, carga con la miseria humana hasta
el horror de la cruz y, al final, sale
vencedora de la misma muerte. La Palabra de Dios es Jesús, un campesino como ellos, quien les
habla y ama hoy como ayer, y no es ningún muerto.
La Palabra también deja grabada en la memoria de las
comunidades campesinas la imagen de los primeros cristianos que compartían
cuanto poseían; por eso entre ellos no había más pobres, ni tampoco más ricos:
¡todos eran iguales! Esa era la gran señal de la salvación, la luz, la
prueba indiscutible de que Jesús era la verdad y la paz del mundo, el vencedor de la muerte, el que vive. Este
gran milagro de justicia y fraternidad de la primera comunidad cristiana era
el modelo que se debía imitar, el camino que se debía seguir, el
sacramento que se debía encarnar.
¡Por fin, la salida!
Alimentados así durante años por la Palabra de Dios y
animados por una fe capaz de mover las montañas, nuestros campesinos del Sur de
Honduras se ponen, por fin, en marcha con todos sus trastos: carpas, hamacas,
herramientas agrícolas y de carpintería, ollas, velas, unas cuantas ropitas,
una o dos guitarras, una docena de gallinas, cuatro gatos y cinco perros, tres
escopetas, y lo más precioso de todo: bolsas de semillas de maíz, frijol y
arroz para plantar en la nueva tierra. Aquí, 3220 años de historia
bíblica se deslizan bajo la piel de nuestra gente. Normando Landreville y
Juan-Louis Nadeau son el resguardo de esta expedición; dan a todos tanto
aliento e inspiran tanta confianza que pronto sus camaradas de aventura les
ponen cándida y orgullosamente los nombres de Moisés y Aarón. En la época,
Normando era sacerdote de las Misiones Extranjeras de Quebec, y
Juan-Louis lo es todavía.
La hora de revivir el “paso del Mar Rojo” ha
llegado, en versión hondureña y a escala muy modesta: no en hebreo sino en
español; no con turbantes sobre la cabeza, sino con lindos sombreros de paja
“made in Honduras”; no con sandalias a
los pies, sino “caites” y altas botas de hule; no con espada al cinto, sino con un machete
bien afilado junto a una cantimplora; no comiendo mana misterioso, sino tortillas que las mujeres
fabrican por el camino. No demorando cuarenta años por los desiertos, sino
internándose durante cinco o seis días en la selva para luego trasplantarse en
una tierra llena de futuro. No estando en el año 1250 antes de
Jesucristo, sino 3200 años más tarde, un 23 de marzo del año 1973 de nuestra
era.
Los noventa varones y las quince mujeres dejan
Choluteca apilándose en tres o cuatro
“baronesas” (camiones-buses híbridos), y
arrancan sin más en dirección del país soñado.
Hasta la pequeña ciudad de Juticalpa la carretera se transita bien,
pero más allá de este punto se traquetea
en huellas llenas de baches que ponen a
dura prueba los nervios de la gente y los ejes de las baronesas. Con todo, y
sin perder un pelo, la caravana alcanza el río Guayambre. Las baronesas no
pueden ir más lejos; allí termina la civilización. Todo el mundo se baja. Los equipajes son repartidos entre todos. Se
alquilan botes y caballos en un campamento cercano, y así, remando, montados y por turnos, todos
cruzan el río.
A partir de este lugar todos van a pie. Comienza
entonces la segunda parte del viaje, la más peligrosa y más pesada.
Primero hay que tomar por asalto una montaña. No es muy alta, pero
bastante empinada, y le hace sudar la
gota gorda a toda la tropa. Los derrumbes de tierra y las bajadas de lodo
provocadas por las lluvias convierten la marcha en pesadilla. Desde ciertos
puntos no se puede bajar sino dejándose deslizar sobre pendientes de roca muy
áspera, lo que a esa montaña le vale ser
bautizada con el dulce nombre de “Monte Rasca-culo”. Siguen más montañas, pero
ninguna tan brava como esa primera. Aquí y allí, grandes espacios de bosques
han sido talados, pero por otros lugares la selva sigue intacta y su vegetación, frondosa. Al llegar
a un cierto sitio, todos se detienen: inmensos troncos esparcidos por el suelo
bloquean la marcha. Por allí han pasado leñadores cortando madera, una
madera preciosa como la caoba que abunda
en esos parajes y es de valor inestimable.
En la selva, grandes extensiones ya tienen
propietarios haciendo fortuna con la explotación comercial de esas maderas
finas. Pero, más lejos, en los trasfondos, la selva aún no pertenece a
nadie. Allí es donde el Gobierno va a asignar millares de hectáreas de
buena tierra a nuestro grupo de campesinos y a todos los otros que vendrán más
tarde a instalarse en la región. Las hachas, los machetes, las barras de
hierro, las sierras mecánicas se ponen a la obra y pronto hacen
volar los obstáculos uno a uno hasta despejar un sendero para el paso de
toda la tropa.
La
nueva tierra
A
cada etapa, cuando cae la noche, los brazos despliegan las hamacas y las
cuelgan de los árboles. Los cuerpos muertos de cansancio se echan en ellas y
duermen en un suave balanceo bajo las
alas de las palmeras y la mirada de las
estrellas. Al día siguiente, al rayar el sol, todos están de nuevo de pie y en
camino. Al cabo de dos o tres días más de marcha agotadora, la expedición se
detiene de repente en la linde de un extenso llano rodeado de árboles de
un tamaño que supera todo lo que se ha visto jamás. La vida estalla de todas
partes. Los corazones se ponen a latir en forma acelerada. ¿Será ésta nuestra
“tierra prometida”?… Se siente que sí,
¡seguro que sí! Resplandece de belleza y
les tiende los brazos. Esta es la Tierra
maternal en la que nuestra valiente gente va a echar sus raíces para el resto
de su vida y para todas las generaciones que sigan.
Implantación
Todos
se ponen a trabajar sin demora. Un espacio personal es distribuido a cada uno y las tareas son
repartidas para aprovisionarse de agua, para lavar la ropa, para cocinar,
desbrozar la tierra y cortar la madera para las primeras construcciones. Luego
se laya la tierra, una gran huerta es acondicionada, se siembran las habas, el
arroz, las zanahorias, las cebollas, las coles… Se limpia un campo entre
los árboles y se siembra el maíz. Se fabrican las primeras vigas, los
primeros tableros, las primeras paredes, el primer techo, los bancos, las
tablas, las camas, una cabañita para bañarse con cubo y lata; se reserva un
rincón para las letrinas, y otro para las gallinas. Todo aquello se hace a
mano, con muy pocas herramientas, según la capacidad de cada uno y con el
entusiasmo de todos. Todo el mundo pone el hombro a la rueda y se
sobrepasa en ingeniosidad y en buena voluntad, silboteando y canturreando
mientras va trabajando.
Todos
son importantes
En
un primer tiempo, el grupo grande se queda concentrado en torno a la Casa
comunitaria, pero poco a poco grupos más pequeños se forman y comienzan a
dispersarse en los alrededores; serán más adelante núcleos de nuevas comunidades.
En
esta aventura, todos son importantes. Por la tarea común que comparten y en la
imposibilidad de realizar casi nada valedero sino dentro de un trabajo de conjunto en el cual
cada uno tiene un papel irreemplazable que desempeñar, todos los grupos se
hacen cada vez más conscientes del poder estupendo de la comunidad. Conectados
los unos a los otros mientras avanzan hacia la misma meta, advierten que son
todos importantes, a la vez iguales y
uno. De repente todo parece posible. Si Dios existe, en eso está.
Los
dos sacerdotes
Juan-Louis
y Normando son una prueba de ello. Al
ver a estos dos hombres caminando, sudando, trabajando, luchando como si fueran
campesinos como ellos, colma de admiración a la pequeña comunidad. Son
sacerdotes, pero no están allí solo para bendecir y hablar de cosas del cielo.
No se diferencian del grupo. No gozan de un trato preferente. Andan con botas
de hule como todos, llevan sombrero de paja como ellos, tienen la piel quemada
al sol como ellos; manejan el machete, la sierra, el martillo, la
tronzadora como si hubieran hecho esto toda la vida; montan a caballo
como ellos, hacen planes con ellos, dibujan mapas con ellos, construyen puentes
con ellos, desbrozan como ellos, comen como ellos, duermen como ellos, se
ensucian las manos como ellos, sufren, oran y sueñan como ellos.
Ver
a los sacerdotes sin sotana inmaculada, sin las manos blancas, y sin ser
atendidos por monaguillos; descubrirlos como seres humanos como ellos, despidiendo el mismo olor que ellos, es una
revelación. Los conocían desde antes,
pues allí, en el Sur, los habían visto ir y venir en vaqueros y en jeep, luchando al lado de
ellos, pero no era lo mismo. Allí se los veían solo de vez en cuando, casi
siempre a la carrera; aún no se los habían visto permaneciendo con ellos. Ahora
los ven, no a la misa, no en sesiones de esto o de aquello, sino en carne y en
hueso, viviendo con ellos y como ellos, compartiendo la misma lucha, el mismo
sueño, y la misma suerte que ellos.
Lo
que más los maravilla es que estos
sacerdotes trabajan gratuitamente, no
trabajan por un sueldo (ni saben lo que es). No cobran nada a nadie; al
contrario, el pisto que la buena gente de su país les envía, ellos lo dan a los
que lo necesitan. Todo lo que tienen lo dan,
y lo hacen con tal gusto que uno pensaría que se están haciendo un
regalo a sí mismos. Con estos dos sacerdotes, los campesinos se sienten
iguales. Se sienten importantes. Se sienten de la misma raza. Si es cierto que
los sacerdotes podrían representar a Dios en
medio de la comunidad, resulta
entonces clarísimo que nunca Dios ha
sido un extranjero para ellos; siempre ha estado con ellos y siempre fue un
campesino como ellos.
No
hay clericalismo
La
casa común se construye a buen paso y, en torno a ella, se van levantando las
casitas destinadas a las
familias de los pioneros que pronto vendrán a juntarse a ellos. La
organización se consolida. Se establecen distintos servicios con responsables a
la cabeza. Los sacerdotes no tienen que intervenir más que los demás en este
proceso porque todo cuanto se refiere a la comunidad es asunto de toda la
comunidad. Las decisiones se toman siempre en conjunto, y se procede por
consenso. Esto es sagrado. No hay pequeños jefes dando órdenes, de lo contrario sería la muerte
de la comunidad. Los sacerdotes, por cierto, asumen un rol particular,
pero no ejercen ningún monopolio: cumplen
su función específica en armonía con la comunidad, sin imponerse a ella.
Con toda el alma rechazan el viejo clericalismo que mantiene los “fieles” en un
estado de dependencia como si fueran eternos
“menores” incapaces de pensar o actuar por sí mismos de una manera aceptable ante Dios y el mundo.
¡No
se carece de nada!
La
comunidad se abastece en la ciudad de Juticalpa o la de Danlí. El
transporte se hace a caballo y a lomo de mulas. Con el tiempo una carretera se
abre y un vehículo de doble tracción es
adquirido por la comunidad… En época de lluvia la ruta se convierte en campo de
batalla para el vehículo, pero yendo para atrás o para adelante,
atascado, tirado o empujado a fuerza de brazos, siempre sale triunfante. El excedente de las
cosechas se transporta a los mercados de las dos ciudades a cambio de bienes de
primera necesidad que la propia comunidad no puede producir. ¡No se carece de
nada! Las cosechas superan todas las esperanzas. El maíz es gigante. Las
verduras y los frutos son más grandes, más hermosos, más sabrosos y cuánto más
abundantes que lo que se lograba conseguir en el Sur.
Sumemos
a esa plétora lo de la pesca y de la caza, actividades que se practican con
placer pero solo para el alimento. El pescado abunda en los ríos. Con anzuelos, atarrayas, chinchorros o
arpones, se sacan maravillas del agua, de las que se destaca el cuyamel del
Patucón que es simplemente divino. El bosque también pone sobre la mesa de la
comunidad carnes exquisitas como la del
dantón, un animal de aspecto raro y
multifacético con carne deliciosa.
También participan de la rica dieta las carnes del cerdo salvaje, del
pavo de monte, del armadillo, del venado…. En una palabra, ¡nadie pasa hambre!
Belleza,
mosquitos y malos
Todo
el grupo tiene una consciencia aguda de la necesidad de preservar el ambiente,
cuidando con esmero la flora y la fauna; por eso se cortan los árboles y se
cultiva la tierra en forma racional. Las flores de
gran variedad y de belleza única, los loros revestidos de los colores más
vivos, la guacamaya roja, el colibrí dorado y
millares de otros seres de plumas son el encanto de este paraíso de verdor, de
agua límpida y de aire puro. Las chachas, los monos, la guatusa, el
tepezcuinte, la jagüilla, el tigrillo y
otros muchos animales de pelo, cuernos, garras
y colmillos son los habitantes de esos
bosques y, para nuestros pioneros, son unos vecinos altamente respetables. Sólo
hacen excepción los zancudos, mosquitos absolutamente detestables,
prodigiosamente omnipresentes, prolíficos y sedientos de sangre, y también
la barba amarilla, pequeña serpiente extremadamente
venenosa, la que, no obstante su mala reputación, se merece un
rimbombante diez en conducta.
Entre las entidades desagradables, nocivas o poco
recomendables, no se puede sino colocar también tres grandes terratenientes
milico-politiqueros de la ciudad que han
marcado con mojones los límites de sus
inmensos territorios con promesa de castigar debidamente a quienquiera se
atreva a poner allí un solo dedo de pie. Alguna gente allegada al poder y otros
grandes propietarios que codician nuevas tierras en la zona no muestran ninguna
simpatía a los recién llegados. La noche, envían a sus mercenarios a disparar
sus fusiles en dirección de las
instalaciones de la comunidad con el fin de aterrorizarla y forzarla a irse.
Pero, felizmente, con la ayuda de algunos militares que rondan por la zona,
esos intentos de intimidación terminan abortando.
En la selva, hay que tener siempre un ojo abierto, de
noche como de día, porque, además de esos personajes oscuros que desde la
sombra buscan desestabilizar a nuestra valiente gente, pululan
prófugos de la justicia, ladrones, asesinos, depredadores de maderas finas,
toda una “fauna” que no tiene interés en ser descubierta por gente que
escape a su control.
Las
Eucaristías
En
esta subida hacia la vida, no se hace pausa solo para comer y dormir,
sino también para visitarse entre familias de una choza a otra, y dejarse
sorprender por los espectáculos que a cada rato ofrece la selva. Todos son “fan” de los monitos “Caras
Blancas”, artistas graciosos de primer nivel, que con sus acrobacias
inimitables sobre la punta de los árboles, vuelven loca de alegría a
toda la selva. También se toma un buen
tiempo para orar y dar gracias. Alrededor de la gran mesa común, atendida por
Juan-Louis y Normando, el gran cuerpo de la comunidad celebra la
Eucaristía. Se eleva en la casa un olor a buena tierra, a bosque, a sudor, a
músculo; un olor a vida al nacer, toda recogida en una única carne, en un
único corazón, en una única adoración. Aquí
Dios no está sentado en los altos de los cielos, Jesús tampoco se ve
en trono, los sacerdotes no se destacan
como seres encima de los demás, y el pueblo no está de rodillas por debajo de
todo, sino que todos y todas están allí comiendo en la alegría el mismo pan y
bebiendo de la misma copa cantando a
Dios, a la vida, al universo y al mundo
entero un único e inmenso “Gracias”.
Nueva
Palestina
Si
uno busca el departamento de Olancho sobre un mapa de Honduras, se va a dar
cuenta de que existe en alguna parte un lugar llamado “Palestina”. Este
es el nombre que nuestros pioneros le pusieron
a su nueva tierra. Para ellos la palabra “Palestina” era mágica;
en su espíritu era sinónimo de “Tierra prometida” o de “Paraíso”. Pensaban que
esta nueva tierra que recibían como un
puro regalo de la bondad de Dios no podía llevar nombre más lindo. No se les
puede reprochar el que, desde el fondo de su selva, se les haya escapado que la
Palestina moderna, la que fue patria de Jesús, haya llegado a ser en el
transcurso del tiempo, sinónimo de “calvario”
donde, hasta hoy, se crucifican a diario
todas las esperanzas de un pueblo.
Lo
que queda de la hazaña
Cuarenta años después de esta aventura, en la región
de la Nueva Palestina, la población ha estallado. Las casitas hechas de
ramas fueron sustituidas por construcciones sólidas. Las instituciones
crecieron: son varias las escuelas primarias y las secundarias de alto nivel
que preparan a la universidad. Además hay ahora
una clínica importante, una gran cooperativa, una emisora de
radio, un servicio de Internet, un sistema de agua corriente y
alcantarillas, una carretera transitable, puentes, tres presas
hidroeléctricas (¡los Chinos andan por allí!) y una iglesia muy
bonita. Pero, como no hay rosas sin espinas, con el progreso también
llegaron los bares, la prostitución, algo de narcotráfico, algo de corrupción así como unas metástasis del viejo
cáncer de la política que divide al pueblo en bandas rivales para el mayor
gusto de los “dominantes” de siempre. Sin embargo un gran árbol ha salido
de tierra. Sigue dando frutas excelentes al lado, inevitablemente, de otras que lo son menos.
Lo cierto es que la raíz del árbol es
sana, santa aún, trabajada por una energía que autoriza todas las esperanzas.
Con el pasar de los años, los valientes campesinos de
las primeras horas reconocen que su éxodo desde el Sur de su país hacia
el Norte fue para ellos su
verdadero bautismo. Su solidaridad los volvió capaces de tumbar una muralla que, en ciertos momentos antes de
su salida, les había aparecido como absolutamente insuperable. Los machetes y
las hachas cortaron definitivamente las cadenas que los retenían a su pasado de
eterna postergación. Tienen desde entonces el sentimiento profundo DE EXISTIR
por fin, y ¡de ser libres!
Ellos ya no son más aquellos pobres que doblaban las
rodillas ante los caprichos de la naturaleza, los abusos de los potentados y la
voluntad indescifrable de un Dios escondido en las alturas. Ahora han
experimentado su propio poder, su capacidad de construirse a sí mismos con
fuerzas interiores que antes desconocían. De ahora en adelante, las palabras
“nacer de nuevo”, “pasar de la muerte a la vida”, volverse “hombres nuevos” e “hijos del Reino” ya no
suenan misteriosas sino reales. Desde el momento en que dejaron todo y, en
nombre de Jesús, se largaron sobre el camino de lo desconocido, sin mirar
atrás, se corrió como una cortina de su
mente y esas palabras empezaron a cobrar luz. En sus músculos, en su
forma de ver y de pensar, todo fue cambiando. Ya no son los mismos. Han
crecido mucho y se sienten capacitados para asumir por sí mismos la
continuidad de su gran proyecto.
Final
Después de haberse entregado en cuerpo y alma a la
creación de esta “Nueva Palestina”, Normando, al recibir otra llamada a la que responde en la verdad de su corazón, regresa
a Canadá y vuelve a la vida civil. Juan-Louis, por su parte, continúa
acompañando a sus compañeros y
compañeras del Patuca por unos diez años más. Luego se le encuentra de regreso
al Sur donde, durante doce años, se pone al servicio de las comunidades de
Goascorán, iniciándolas entre mil cosas al cooperativismo. De allí se traslada
a uno de los barrios menos favorecidos de Tegucigalpa, la capital, donde, para
mayor beneficio de millares de familias,
se dedica a promover una extensa red de pequeñas cooperativas de nombre
“TAC”. Durante quince años va a trabajar
para consolidar y dar expansión a este proyecto hasta que la ataxia, una
enfermedad desagradable, lo obligue a despedirse de su querida Honduras y a
retirarse en su país natal.
Aquí concluye la narración del
“éxodo” de una pequeña comunidad de campesinos que se arrancaron de sus
montañas áridas del Sur de su país para trasplantarse más al norte en las
tierras pingües del río Patuca. Por su fe y su valor crearon en la selva un verdadero
paraíso que están compartiendo, hoy en día, con decenas de millares de hombres
y mujeres salidos como ellos de la escasez y de la vida sin futuro. Y es así
como a la larga historia de amor entre Dios y los humanos se ha agregado este
nuevo capítulo del que Juan Luis Nadeau y Normando Landreville, por su liderazgo inteligente y discreto, su
coraje contagioso y su entrega sin medida, han escrito las páginas más luminosas.
Eloy Roy
Nota
– Va mi agradecimiento a Pedro Joaquín Mendoza Tilguant, uno de los héroes de
esta epopeya, quién publicó su
propio testimonio en El Éxodo à la Tierra Prometida, una de las fuentes
del presente escrito.
Octubre del 2015
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