Dedico estas líneas a mis chicos
Dragoncito mío, eres el más
macanudo de todos los dragones del mundo.
Tu mamá era una princesa salchicha, muy fina, que tuvo un affaire sulfuroso con un perro
policía. De esa fusión atómica, querido Dragón, naciste como síntesis de la tesis
y de la antítesis. Con vos se acabó la lucha de los contrarios y el choque perpetuo
entre la inteligencia y el palo.
Treinta y cinco años atrás, cuando
entraste en mi vida, en Tilcara, eras un cachorrito que un niño amoroso del
pueblo había regalado a Edu, mi hijo. Él y yo te recibimos como una estrella
caída del cielo.
Tu niñez fue pura alegría y
picardía… Creciste en sabiduría y, con el tiempo, llegaste a ser mi secretario
y confidente. Después de cenar, planchado
como una carpeta sobre el piso, me escuchabas con infinita paciencia, aguantando
mis monólogos de eterno soñador, en español y en francés. No me mirabas siempre
con ojo aburrido, y tampoco rezongabas, pero cada tanto opinabas moviendo la
cola.
Fuiste parte de la familia. Nuestras alegrías y penas las compartiste todas. Cuando Miriam, la mamá, estaba embarazada, no la dejabas a sol ni a sombra. Por todas partes la acompañabas, cuidándola como la niña de tus ojos. Dejabas acercarse a ella solamente a los más íntimos. Para los demás más convenía que guardaran las distancias, si no te ponías malísimo, gruñendo y sacando los colmillos, dispuesto a defender hasta la muerte a la futura mamá y al tesoro que llevaba en su vientre.
Fuiste parte de la familia. Nuestras alegrías y penas las compartiste todas. Cuando Miriam, la mamá, estaba embarazada, no la dejabas a sol ni a sombra. Por todas partes la acompañabas, cuidándola como la niña de tus ojos. Dejabas acercarse a ella solamente a los más íntimos. Para los demás más convenía que guardaran las distancias, si no te ponías malísimo, gruñendo y sacando los colmillos, dispuesto a defender hasta la muerte a la futura mamá y al tesoro que llevaba en su vientre.
Cuando te hacías presente en
el santuario de la iglesia, siempre te sacudías las pulgas y te rascabas ahí
donde más pica, luego te acurrucabas sobre la alfombrita roja que te esperaba entre
las dos patas de cardón de la mesa del altar. De ese lugar privilegiado escuchabas
estoicamente mis interminables sermones, a veces aprobándome de las orejas, otras veces
bostezando.
Eras sensual. Como a tu mamá,
te encantaban todas las cosas dulces de la vida, los almohadones, los sofás, el sillón dorado
forrado de terciopelo episcopal… Pero eras también peleador, vago, callejero y
sinvergüenza como tu papá. Podías ser elegante como un príncipe pero muy a menudo, eras un desastre.
Gran seductor, dejaste por
un tiempo que te secuestrara una doctora que te bañaba, te perfumaba, te vestía
de tul y te dejaba dormir en su cama entre sábanas de seda. Fuiste también por
unos meses el consuelo de una maestra a la que cada día acompañabas
caballerosamente sobre el senderito largo, empinado y sufrido que separa el
pueblo de Tilcara de la escuelita de Alfarcito. La maestra, por cierto, te
consentía todos los caprichos; de allí tu primorosa galantería con ella. Yo
sospechaba que podías aprovecharte demasiado de esa gente buena que te
malcriaba con tanto cariño. Lo sabías. Por eso, cuando de pura casualidad yo te
pillaba en casa de alguna persona
generosa como Elisa, por ejemplo, volvías la cabeza a un lado fingiendo no haberme
visto nunca.
No hubo en toda Tilcara muchas
familias que te hayan mirado como un extraño, ni mucha soledad que no hayas compartido.
Y si los bombos, los sikus o la campana cascada de la iglesia no hubieran sido una
tortura para tus oídos, con toda seguridad te hubieras destacado como uno de
los bailarines más febriles de carnaval y un gran devoto de nuestras
procesiones. Tampoco te hubieras perdido ninguna de esas manifestaciones pacíficamente bulliciosas en las que unos grupos lúcidos solían clamar en miles de tonos que a este mundo había que rehacerlo de
pies a cabeza.
De hecho, creo que, más allá
de tu amor a la buena vida, tenías en tu ADN una cierta debilidad por los
pobres y la justicia, por la causa de los desaparecidos de la Dictadura, por
los derechos de la persona, por la liberación de la mujer y de la Madre Tierra,
por la libertad y la democracia, por la afirmación de la identidad indígena, y
por una Iglesia que no se encamara con la oligarquía y los milicos… Paro acá,
si no, algunos van a pensar que estoy haciendo proyección... En todo caso, creo que, al final, llegaste a comprender mejor que yo que esas
luchas entre buenos y malos son a la larga bastante autodestructivas, y que el
camino para un futuro decente consiste antes que nada en ser gauchos.
Pasabas noches enardecidas con
la Primera Perra del pueblo en el techo de la casa del Intendente. Pero, a la
salida del sol, rápido saltabas a la casa vecina de las Hermanas; te colabas a
hurtadillas en la capillita de ellas y te sumabas a su oración de la mañana. Siempre
te acurrucabas pegado a Luisa, la muy guapa y más anciana hermana de la
comunidad. Era tu preferida. Como buena hija de san Francisco ella te mimaba
como a un hijo. Sobre tu vida privada hacía la vista gorda y, entre dos salmos,
te hacía cariños. Cada tarde, la Hermana Luisa salía al pueblo para ayudar al
prójimo. Esto te venía de perillas. Te aprovechabas ese tiempo sagrado para pegarte
una siesta monumental sobre la cama inmaculada de tu amiga. Así recargabas las baterías
para tus próximas actividades nocturnas.
Te peleaste con los dogos
más grandotes y malcriados de Tilcara, los que te tajaron la cara con sus
colmillos y dejaron tu cuerpo cosido de cicatrices gloriosas. Conquistaste las
perras más pitucas de la Villa veraniega y llenaste la comarca con un sinnúmero
de retoños tuyos que hasta hoy continúan tu obra civilizadora.
Al cabo de la guerra de los
misiles en la parroquia, no te rendiste al triste cura teutón que se había
apoderado del templo y se aprestaba a lavar los cerebros del pueblo con su
teología milica. No te dejaste amedrentar por él un solo instante, sino que, al
oír en la iglesia el primer chirrido de su voz de lata, te incorporaste de golpe de debajo del altar, tiraste
una solemne meada a la pata de cardón, alzaste la frente, erguiste la cola y bajaste
la nave central del templo con la dignidad recuperada de un Viltipoco vuelto a
la vida. Nunca más volviste a pisar esa iglesia
que amabas. Nunca más.
Dios había observado esa
escena desde una ventana del cielo, y hasta hoy se acuerda del deleite que le
habían causado tus agallas y la justeza de tu criterio.
Años más tarde, mientras yo
disfrutaba de la hospitalidad legendaria de los chinos del Imperio rojo, recibí de Tilcara
una carta que me relataba con todo detalle cómo te habías despedido de esta
Tierra. Un día, cargando a lomo tus dieciséis años de vida de perro, trepaste, una
por una, la mitad de las gradas de la
empinada Escalinata para llegar casi moribundo a casa de Norma Maine y de sus
dos hijos. Porque ése fue el santuario que habías elegido para cerrar los ojos.
Norma e hijos te acogieron con
infinito cariño y te rodearon de ternura hasta tu último suspiro. Pero cuando la
vieja de la guadaña estaba ya rondando, se te cayó de repente como una helada
por todo el cuerpo y te pusiste a temblar sin parar, tiritando y castañeando
los dientes…. Curiosamente, al viejo rey David (otro pícaro amado de Dios) se le
dio un ataque similar unos días antes de liar el petate. Sólo poniéndole en la cama
una linda chica llamada Abishag, fue como el viejo rey logró entrar un poco en
calor y morir en paz. Norma e hijos no conocían esa bella historia, sin embargo
te hicieron un favor igual, Dragón
querido, al pegar junto a tus huesos temblorosos el cuerpito calentito de una
perrita amorosa prestada del vecino. Estaba escrito en el cielo que ibas a salir
de este mundo con los mismos consuelos que el rey David, gran coleccionista de mujeres, el mismísimo que, siendo chico y nada más que un pastorcito de ovejas, había derribado con
su honda al terrorífico gigante Goliat.
Cuando empezaste a dar señas
de que ya había llegado tu hora, Norma y los hijos se largaron a llorar a
lágrima viva. La mujer suplicó a Dios de rodillas que le inspirara una acción tipo
milagro que te ayudara a morir sin sufrir.
Al mismo instante cayó en la cuenta de que ya llevaba en la mano un jarro de
agua y, sin más, ¡te bautizó!
Así que moriste católico, mi
Dragón… No católico, por cierto, de la
Iglesia imperial de los cucuruchos dorados y de los jubilados de la Wehrmacht, sino
de esa Iglesia “muy católica”, tierna y corajuda, que es totalmente anónima y sin murallas; esa
misma que está integrada por el pueblo sencillo, pecador, pícaro y bueno. Esa
Iglesia a menudo hace cosas que no están autorizadas por los libros, pero siempre
tiene buen corazón y nunca se encuentra
muy lejos de los pesebres y de los calvarios del mundo.
Tus tres ángeles de la
Escalinata llevaron tu cuerpo a las faldas del Cerro Negro. Lo enterraron en
secreto, a unos 300 metros más arriba de la cruz, mirando hacia el punto de
donde cada mañana sale Tata Inti. De
allí tu almita de Dragón siguió viaje por el caminito en zigzag y casi ya
borrado “que junta el valle con las estrellas”… Volviste a la misma estrella de
la que habías venido.
Eloy
No hay comentarios.:
Publicar un comentario