CORRER EL RIESGO DE LA ALEGRÍA
Escritas con motivo del Centenario de la fundación de
la Sociedad de Misiones Extranjeras de Quebec, estas líneas se dirigen a
mujeres y hombres, creyentes o no, laicos o no, que buscan tener una vida exitosa
corriendo el riesgo de la alegría.
por: Eloy Roy
Durante cien años, fueron
muchos los jóvenes que, tirando por la borda el cinturón de seguridad, salieron sin cápsula, sin cohete, sin rover, en
dirección a mundos lejanos. Sin más equipaje que lo que llevaban en su corazón, aterrizaron entre
pueblos casi totalmente desconocidos buscando acercase a ellos como lo hubiera hecho el mismo Jesús.
Casi sin darse cuenta, aquellos
misioneros se empaparon como por osmosis de la cultura, de la sabiduría y de la
belleza de esos pueblos, hasta formar parte de ellos. Juntos crecieron, desbrozaron caminos y construyeron obras en un compartir y en una comunión de posibles sinfín.
Para ellos fue grande la alegría de ver crecer la vida detrás de sus pasos cuando,
arrancándose de los surcos de otras épocas, se embarcaron en el siempre nuevo y
arriesgado camino de Jesús de Nazaret. Este camino, arduo y luminoso, ha
llevado a individuos y grupos humanos a deshacerse del peso heredado de una
larga historia de marginación y opresión. De a poco sus ojos se abrieron, sus
mentes se despertaron y su lengua se desató.
Todos los misioneros de estos cien años han tenido la alegría única de ver cómo la gente se ponía feliz cuando, en contacto con una comunidad
fraterna, interiorizaba su fe en un Dios que los amaba y creía en ellos. Alegría
de ver cómo crecían en autoestima y cómo
se atrevían a pensar por sí solos y a ser más críticos. Alegría de ver cómo soltaban los
miedos, las tutelas, las excusas y las coartadas que les impedían tomar
decisiones y hacerse cargo de sí mismos. Alegría de ver cómo corrían el riesgo
de darse el derecho a existir, a levantar la cabeza, a hablar y a ser más
libres. Fue grande la suerte de los misioneros cuando, después de años de
paciencia y espera, veían a tanta gente nacer a sí mismos como pasando de la
muerte a la vida; fue para ellos la alegría
suprema.
Este gozo lo siguen disfrutando
los misioneros más ancianos como yo, los
que por la edad ú otras razones, se han retirado de la acción. La alegría de
ellos cala hondo y jamás nadie se la quitará (Juan
16:22). Les gusta compartirla aunque sepan, de acuerdo con una teología actualizada,
que para nada tienen la exclusiva de la misma. Lo suyo, al contrario, solo viene
a agregarse a la alegría universal que embarga todo ser humano puesto al
servicio de la vida. Porque esa alegría la conocen por igual todos los hombres
y mujeres de toda nacionalidad o lengua que protegen la vida, la hacen crecer y
la embellecen, así como las personas que,
solo por su forma de ser, hacen que la vida de otros sea más llevadera, más bella
y más humana.
Sin lugar a dudas, dicha alegría fue el secreto de los
sacerdotes y laicos de la Sociedad de Misiones Extranjeras quienes, durante
cien años, corrieron el riesgo de salir de su tierra para ir a vivir el Evangelio con otros pueblos
en lugares remotos del planeta. Por cierto, cosecharon por el camino grandes
éxitos, pero también experimentaron reveses, fracasos, exilios, conflictos
internos y externos, celos, tensiones constantes entre el status quo y la necesidad
de apertura al cambio, y sin embargo, a pesar de las heridas y los cansancios,
esta alegría siguió con vida. Lejos de apagarse, se hizo más fuerte. Tanto es
así que, hoy en día, mujeres y hombres jóvenes, casi todos nacidos bajo otros
cielos, corren a su vez el magnífico riesgo de participar en la misma aventura,
y eso a pesar de los vientos cada vez menos favorables.
ALEGRÍA", estas
siete letras resumen la inspiración que, cien años atrás, dio origen al pequeño
cohete "Tierra-Cielo-Inter-Pueblos", conocido como "Sociedad de Misiones-Extranjeras
de Quebec".
Dicha alegría, que lo
creamos o no, brota directamente de nada menos que la Resurrección de Jesús,
porque la victoria de Jesús sobre la muerte es la que sacó de sus hogares a los
misioneros de esta Sociedad para que se lanzaran hacia los caminos del
"otro". Fue la dinámica de la Resurrección la que los empujó a cruzar
distancias a veces inimaginables y a sortear un sinnúmero de "imposibles" para ir al encuentro del otro y hacer que éste
llegue a ser parte de ellos mismos. Sin la Resurrección de Jesús y sin la
alegría que brota de ella, la Sociedad de Misiones Extranjeras simplemente no existiría.
La Resurrección no es, por cierto, una medalla de
diamante otorgada a Jesús en reconocimiento a sus méritos. Ella fue, y es
esencialmente, el punto de partida y el punto de llegada, no solo de la Revelación sino también de la Creación
entera y de la misma Evolución. Es la fuerza motriz, el eje central y la
culminación de todo lo que existe. Leer los cien años de vida de la Sociedad de
Misiones Extranjeras sin relacionarlos estrechamente con la Resurrección de
Jesús sería como separar el árbol de sus raíces, el río de su fuente, o el
cuerpo humano de su propio corazón.
Aún cuando se esconde, el Sol
nunca deja de mantener la Tierra en órbita ni de alimentarla con la energía de sus
rayos, así con el gozo de la Resurrección. Él es el Sol que no se ve. Es la energía cósmica y
divina que corre silenciosamente por las venas de la humanidad y que alcanzará su
"completud" cuando, logrando atravesar el espesor de la realidad
terrestre, llegue a los confines de la Creación.
Mientras tanto, con sus cien años de vida que le sirven de trampolín, la
Sociedad de Misiones Extranjeras continuará humilde y alegremente su impulso en la
dirección que le indique el Resucitado.
Jesús habló: "Les he
dicho todas estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y que su alegría
sea completa" (Juan 15, 11).
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