ARRIESGANDO
LA HERMANDAD PLANETARIA
PAÍSES DONDE LA SMÉ ESTÁ PRESENTE
(Las imágenes han sido tomadas de Internet)
CHINA
Taikonautas chinos
¿Quién dijo: «El cielo es el límite»?
JAPÓN
¿Crisis vocacional entre los sacerdotes Sintoístas? No hay drama. Con los robots todo se arregla.
FILIPINAS
La patria de los famosos Jeepneys
también sabe inventar máquinas voladoras
CAMBOYA
AMÉRICA LATINA
Un museo en RioAmérica latina, eres mucho más que tus espléndidos museos, más que tu sol, tus playas y tus carnavales... Eres tierra de profetas.
ÁFRICA
África, eres una diosa a imagen de Dios
Artículo
ARRIESGANDO LA HERMANDAD PLANETARIA
Todas las músicas son nuestra música, todos los idiomas son nuestro idioma; nuestro hogar común es la Tierra y el mundo entero es nuestra familia.
Por: Eloy Roy
Soy de la Sociedad de Misiones Extranjeras, de aquellos hombres y mujeres que, desde hace cien años, caminan por el mundo llevando en el corazón el Evangelio de Jesús de Nazaret.
En realidad, no somos nosotros los que llevamos a Jesús a los países adonde nos dirigimos porque siempre él iba adelante preparándonos el camino. Durante cien años, hemos caminado junto a él, cruz en el hombro, resurrección en el corazón, a veces con dolor, pero más a menudo con alegría.
Hemos visto a la venerable China, la más antigua de las naciones, cuya civilización se remonta a cinco mil años; la hemos visto humillada, saqueada, destripada y enterrada viva. Hoy ha ascendido a la cabeza del mundo.
Paralizado por el monstruo nuclear, el Japón inmortal había caído tan bajo como de alto había brillado en el cielo. Lo vimos arrancarse de la nada con la fuerza del Titán y, en el cielo del Levante, devolver al Sol que nunca ha de ponerse, su resplandor de siempre.
Llegamos a Filipinas, islas maravillosas, codiciadas, pirateadas, devoradas por imperios extranjeros. Hemos visto a la gente de estas islas sacar de sus entrañas y su fe el milagro de su supervivencia y su marcha hacia adelante. Valientes, cálidas y alegres, estas islas han sido para nosotros una verdadera Tierra Prometida donde la abundancia de la mies ha superado infinitamente todo lo que a manos llenas pudimos sembrar allí, desde el primer momento en que nos hemos encontrado.
Aterrizados en Camboya, donde árboles extraños devoran templos antiguos, somos testigos conmovidos del milagro de un pueblo que regresa del infierno. Un genocidio espantoso, todavía muy fresco en las memorias, había acabado con la mitad de la población. Hoy, hemos visto a estas personas recuperar en silencio el gusto por la vida. A través de un velo de tristeza que aún oscurece su mirada, una sonrisa pálida vuelve a iluminar su rostro. En él encontramos la inimitable sonrisa grabada en los labios de las enormes figuras de piedra del magnífico Bayon de Angkor. Lo contemplamos y trabajamos lentamente para que esta sonrisa nunca más se borre de los rostros de este pueblo martirizado vuelto a la vida para la belleza y la paz.
Hemos visto a América Latina mil veces violada, mil veces pisoteada, saqueada y martirizada. Miles de veces la hemos visto morir y volver a la vida, firmando con su sangre sus más bellos poemas. A pesar y en contra de una mayoría de obispos atascados en una época en la cual ellos se sentían investidos por el cielo para defender la "ley y el orden", se ha levantado una legión de testigos del evangelio de Jesús que fueron secuestrados, torturados y asesinados. Ellos abrieron el camino hacia una nueva conciencia. Una conciencia de la que ya no admite que en el mundo se pregone el Evangelio del profeta de Nazaret sin arder de pasión tanto por la libertad, por la justicia y por la igualdad como por el amor, la paz y la piedad. Porque todo ser dotado de razón, así como todo creyente sincero, sabe que sin libertad y sin justicia, y sin la búsqueda de un mínimo de igualdad, el amor es una mentira, la paz una ilusión y las manifestaciones de piedad, una comedia hueca que anestesia y mata.
África desconocida, era tarde cuando llegamos a ti. Durante siglos, te has desangrado en seco en interés de Occidente, que así se alzó sobre tus hombros para llegar a la cima del mundo dejándote atrás. Pero, tú que has sido la cuna de la humanidad, has sacudido el yugo y estás sacando a luz tu ser verdadero. Nuestros ojos lo ven. Junto con todas las naciones discriminadas por la historia, representas por tu genio propio y único una reserva inagotable de energías nuevas. Eres una fuente de inmensa esperanza para el mundo nuevo que anhelamos con todo nuestro ser, el que, según parece, estaría ya llamando a la puerta.
Ante el Himalaya de desafíos y riesgos a los que se enfrenta la humanidad toda, nosotros, los hombres y mujeres de la Sociedad de Misiones Extranjeras, nunca fuimos más que un granito de arena. Pero a nivel de las personas concretas, de los grupos humanos y de las poblaciones en las que nos enraizamos, muchas veces hemos sido algo como un camino hacia una vida más humana. Para muchos rechazados, fuimos la oportunidad esperada para recuperar la dignidad. Para muchos heridos, fuimos consuelo y esperanza y tal vez sanación. Para muchos necesitados, fuimos el impulso que les hacía falta para creer en sí y seguir para adelante. Para muchas personas aplastadas, fuimos la palanca que los levantó.
Por lo tanto, mirando las cosas desde donde los humanos nacen, sufren y mueren, los misioneros no fueron todos, ni mucho menos, fanáticos cegados por la religión, ni pervertidos sexuales, ni racistas, ni títeres del poder colonial. Tal vez muy pocos de ellos se hayan destacado por la eminencia de su santidad o de su heroísmo, pero, en el corazón de los que saben diferenciar trigo y mala hierba, es un hecho el que la gran mayoría de estos hombres y mujeres los reconocen como amigos de verdad y, por sobre todo, como hermanos y hermanas en humanidad. Ahora bien, es esto lo que siempre quisimos ser y que, Dios mediante, seguiremos siendo.
Personalmente, no creo que la fe en Dios, como la entendemos habitualmente, sea necesaria para que uno contribuya al gran proyecto de fraternidad en el mundo. Pero, en lo que a nosotros respecta, fue más que nada por nuestra fe por la que nos embarcamos en esta aventura. Porque hemos creído y de todo corazón seguimos creyendo que Dios vive no solamente en nosotros sino también en cada ser humano, y que, para todos y todas, él es nuestro Padre y Madre. Creemos que, en lo más profundo de nuestro ser, brota una fuente burbujeante de vida que hace que, en la raíz, toda la humanidad sea una inmensa hermandad. Dicha fraternidad fluye a borbotones del Evangelio de Jesús de Nazaret.
Esa fraternidad es la que nuestra Sociedad Misionera, dentro de sus limitaciones, quiso vivir al máximo durante sus cien años de vida. Y lo que de corazón ella desea ahora como regalo por sus cien años es que la humanidad entera, que sea creyente o no, haga tanto como nosotros y lo haga mejor aún. Porque nosotros, los "misioneros" (nótese que esa palabra es cada vez más equívoca y gastada; habrá que remplazarla), no tenemos, ni muchos menos, la exclusiva en ese caminar hacia la gran fraternidad. Por eso saludamos con profundo respeto a las mujeres y a los hombres de todo el mundo que de mil maneras van caminando en la misma dirección. Sin tener en cuenta las diferencias culturales o religiosas, los abrazamos a ellos y a ellas como hermanas y hermanos nuestros. Asimismo nos abrazamos a los millones de otros que no dejarán de sumarse en un futuro para avanzar hacia la realización de ese sueño, de esa utopía o de ese gran proyecto tan potencialmente unificador y esperanzador de la Hermandad entre todos los humanos.
Vivir la Fraternidad con todos los humanos con apertura total a la diversidad más amplia, no obstante las diferencias, los prejuicios, las heridas y las amenazas, vivirla además en simbiosis con la Tierra y todo el Universo, es para nosotros la experiencia más exaltante a la que la humanidad pueda ser convocada. Para la Sociedad de Misiones Extranjeras, el que pueda, con sus características propias, participar en un proyecto de tal magnitud es un privilegio incomparable y una fuente inagotable de felicidad.
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