domingo, 4 de diciembre de 2011

NUEVA ENTRADA


HISTORIA DE ANIMALES Y DE GENTE
En sus últimas páginas, la Biblia se torna en un volcán que vomita dragones, serpientes y otras bestias aterradoras, incluyendo una con dientes de hierro. Jinetes enfurecidos barren a fuego y sangre toda la tierra. Peste, violencia, terror y muerte se disputan el mundo. Hasta las estrellas en el cielo se mueren de espanto.
En medio del horror, un pueblo muy pequeño persiste en la lucha. No tiene armas y no alcanza a contar sus muertos, pero no se rinde. Su defensa es su fe.
Su fe le viene de un Cordero, degollado, pero que se mantiene en pie. Cuerpo y rostro de hombre tiene ese Cordero. A pesar de sus manos, pies y corazón traspasados, está prodigiosamente vivo. De la marca de sus heridas saltan rayos misteriosos que, pese a los golpes y las burlas, la indiferencia y los tormentos, curan y sostienen al pequeño pueblo en su empeño por llevar a cabo en el mundo el proyecto de la gran Fraternidad humana.
Este pequeño pueblo encarna la esperanza del mundo.
No, no adorará al Imperio. No doblará la rodilla ni agachará la cabeza. No obedecerá a la “mano invisible” de aquel uno por ciento de la humanidad que lo dirige todo, hace y deshace Gobiernos, fabrica las armas y siembra las guerras, decide quiénes van a comer en el mundo y quiénes no, y de mil formas más o menos disimuladas impone cómo cada uno tiene que vestir, cómo debe pensar, divertirse, vivir y morir.
Es la mano, que con solo ese uno por ciento, detenta las riquezas de la tierra y un poder colosal. Siempre permanece oculto y no ha sido elegido por nadie, pero desde sus cajas fuertes de mil pisos de altura decide la suerte de la humanidad. Usurpa todos los bastiones del poder, mueve todos los hilos, se comporta como el dios creador de trabajo, pan, libertad y progreso, cuando en realidad él es el que vive y se enriquece hasta límites obscenos a expensas del mundo entero.
El pueblo pequeño que avanza con el corazón puesto en el Crucificado -que se mantiene erguido- no adorará nunca a los dioses del uno por ciento.
No forma parte tampoco del 98% que se pasa la vida imitando y envidiando al primer uno por ciento, soñando incluso con ser parte de él.
Aunque a veces se alcen muchas voces reclamando cambios, a la hora de elegir, la gran mayoría vota religiosamente por aquellos que mejor dominan el arte de hacer trampas.
De hecho, son ellos, los del noventa y ocho por ciento, los que dan de comer a la Bestia, a sus avatares y a sus reencarnaciones. Lo hacen por ingenuidad, por inconsciencia, por indiferencia o por deprimente oportunismo.
Solamente el restante uno por ciento no actúa así. Y es que en el extremo opuesto del uno por ciento que domina, se encuentra otro uno por ciento muy distinto. Los profetas bíblicos lo llamarían “el pequeño resto”. Lo constituye aquel minúsculo pueblo que va en pos del Resistente -degollado pero en pie-, que con toda tranquilidad y no poca ironía desafía a la Bestia bajo la forma simbólica de un simple cordero.
Por ser él un simple cordero, los que le siguen no pueden ser fanáticos iluminados, ni prepotentes ni sectarios. Y no se destacan necesariamente como genios o héroes. Son un “pequeño resto”, que apenas se distingue de la masa. A menudo bregan en dudas y contradicciones y en ningún momento viven libres de la traición o del fracaso. Como todos, se cansan, tropiezan, se equivocan y sufren.
Sin embargo, algo muy importante les distingue de los demás: saben diferenciar lo genuinamente Humano de lo que es propio de la Bestia.
Esta es la conciencia que ilumina su vida y alumbra al mundo.
Remando a contracorriente, no aceptan que el mundo sea manejado en las sombras por la codicia, la mentira, la rapiña, la injusticia, la corrupción, la hipocresía, el cinismo, la dureza de corazón, y por la sistemática negativa a asumir al otro como hermano o hermana, o como parte de uno mismo.
A través de gestos significativos, individuales y colectivos, se niegan a someterse a lo que han “programado” los altos círculos del uno por ciento.
Están abiertos a todas las corrientes de pensamiento, pero nada les puede convencer de que el futuro de los humanos pueda encontrarse lejos del camino señalado por el humilde profeta de Nazaret, aquel que el Imperio crucificó y que Dios resucitó.
Este pequeño pueblo tiene mucho que ver con “el pequeño Resto” de los profetas bíblicos. Oculto en la inconsciencia del mundo de los dominantes y de los dominados, él es conciencia.
Conciencia humilde, discreta, invisible aún, de un mundo distinto, construido simplemente sobre la justicia y la fraternidad.
Su modus operandi es el del fermento en la masa.
Sintetizando, decimos que nuestro mundo está constituido por un uno por ciento de dominantes en su cabeza, por un noventa y ocho por ciento de dominados desde el cuello hasta los tobillos, y por debajo, soportándolo todo, por un uno por ciento de resistentes.
Y así nos quedamos con esa imagen grotesca de un dinosaurio con una cabeza muy pequeña pero extremadamente voraz, un tronco desproporcionalmente inmenso, y unos pies minúsculos.
Sobre estos pies descansa en gran parte el futuro de lo Humano en el mundo.
En el imaginario y la fe del pequeño pueblo de resistentes, la victoria del Humano sobre la Bestia descansa finalmente sobre todo lo que representa y significa aquel que, una noche, nació en un pesebre. Y solamente ante él se inclina el pequeño pueblo que resiste a los dominantes y a los dominados.
¿Solo? No. Mucha gente de otras religiones, o sin fe religiosa, resiste también a la Bestia. Entre ellos, muchos les ganan a los mismos creyentes. Ellos también, por supuesto, forman parte integrante de ese pueblo, pequeño pero valiente, que lleva sobre sus espaldas la esperanza de un mundo menos “bestial” y cada vez más humano.
Eloy Roy

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