miércoles, 31 de agosto de 2016

MI DRAGÓN




                                            Dedico estas líneas a mis chicos 

Dragoncito mío, eres el más macanudo de todos los dragones del  mundo. Tu mamá era una princesa salchicha, muy fina, que tuvo un affaire sulfuroso con un perro policía. De esa fusión atómica, querido Dragón, naciste como síntesis de la tesis y de la antítesis. Con vos se acabó la lucha de los contrarios y el choque perpetuo entre la inteligencia y el palo.

Treinta y cinco años atrás, cuando entraste en mi vida, en Tilcara, eras un cachorrito que un niño amoroso del pueblo había regalado a Edu, mi hijo. Él y yo te recibimos como una estrella caída del cielo. 

Tu niñez fue pura alegría y picardía… Creciste en sabiduría y, con el tiempo, llegaste a ser mi secretario y confidente. Después de cenar,  planchado como una carpeta sobre el piso, me escuchabas con infinita paciencia, aguantando mis monólogos de eterno soñador, en español y en francés. No me mirabas siempre con ojo aburrido, y tampoco rezongabas, pero cada tanto opinabas moviendo la cola.

Fuiste parte de la familia. Nuestras alegrías y penas las compartiste todas. Cuando Miriam, la mamá, estaba embarazada, no la dejabas a sol ni a sombra.  Por todas partes la acompañabas, cuidándola como la niña de tus ojos. Dejabas acercarse a ella solamente a los más íntimos. Para los demás más convenía que guardaran las distancias, si no te ponías malísimo, gruñendo y sacando los colmillos, dispuesto a defender hasta la muerte a la futura mamá y al tesoro que llevaba en su vientre.   

Cuando te hacías presente en el santuario de la iglesia, siempre te sacudías las pulgas y te rascabas ahí donde más pica, luego te acurrucabas sobre la alfombrita roja que te esperaba entre las dos patas de cardón de la mesa del altar. De ese lugar privilegiado escuchabas estoicamente mis interminables sermones,  a veces aprobándome de las orejas, otras veces   bostezando.

Eras sensual. Como a tu mamá, te encantaban todas las cosas dulces de la vida,  los almohadones, los sofás, el sillón dorado forrado de terciopelo episcopal… Pero eras también peleador, vago, callejero y sinvergüenza como tu papá. Podías ser elegante como un  príncipe pero muy a menudo, eras un desastre. 

Gran seductor, dejaste por un tiempo que te secuestrara una doctora que te bañaba, te perfumaba, te vestía de tul y te dejaba dormir en su cama entre sábanas de seda. Fuiste también por unos meses el consuelo de una maestra a la que cada día acompañabas caballerosamente sobre el senderito largo, empinado y sufrido que separa el pueblo de Tilcara de la escuelita de Alfarcito. La maestra, por cierto, te consentía todos los caprichos; de allí tu primorosa galantería con ella. Yo sospechaba que podías aprovecharte demasiado de esa gente buena que te malcriaba con tanto cariño. Lo sabías. Por eso, cuando de pura casualidad yo te pillaba en casa  de alguna persona generosa como Elisa, por ejemplo, volvías la cabeza a un lado fingiendo no haberme visto nunca. 

No hubo en toda Tilcara muchas familias que te hayan mirado como un extraño, ni mucha soledad que no hayas compartido. Y si los bombos, los sikus o la campana cascada de la iglesia no hubieran sido una tortura para tus oídos, con toda seguridad te hubieras destacado como uno de los bailarines más febriles de carnaval y un gran devoto de nuestras procesiones. Tampoco te hubieras perdido ninguna de esas manifestaciones pacíficamente bulliciosas en las que unos grupos lúcidos solían clamar en miles de tonos que a este mundo había que rehacerlo de pies a cabeza.

De hecho, creo que, más allá de tu amor a la buena vida, tenías en tu ADN una cierta debilidad por los pobres y la justicia, por la causa de los desaparecidos de la Dictadura, por los derechos de la persona, por la liberación de la mujer y de la Madre Tierra, por la libertad y la democracia, por la afirmación de la identidad indígena, y por una Iglesia que no se encamara con la oligarquía y los milicos… Paro acá, si no, algunos van a pensar que estoy haciendo proyección...  En todo caso, creo que, al final,  llegaste a comprender mejor que yo que esas luchas entre buenos y malos son a la larga bastante autodestructivas, y que el camino para un futuro decente consiste antes que nada  en ser gauchos.

Pasabas noches enardecidas con la Primera Perra del pueblo en el techo de la casa del Intendente. Pero, a la salida del sol, rápido saltabas a la casa vecina de las Hermanas; te colabas a hurtadillas en la capillita de ellas y te sumabas a su oración de la mañana. Siempre te acurrucabas pegado a Luisa, la muy guapa y más anciana hermana de la comunidad. Era tu preferida. Como buena hija de san Francisco ella te mimaba como a un hijo. Sobre tu vida privada hacía la vista gorda y, entre dos salmos, te hacía cariños. Cada tarde, la Hermana Luisa salía al pueblo para ayudar al prójimo. Esto te venía de perillas. Te aprovechabas ese tiempo sagrado para pegarte una siesta monumental sobre la cama inmaculada de tu amiga. Así recargabas las baterías para tus próximas actividades nocturnas.

Te peleaste con los dogos más grandotes y malcriados de Tilcara, los que te tajaron la cara con sus colmillos y dejaron tu cuerpo cosido de cicatrices gloriosas. Conquistaste las perras más pitucas de la Villa veraniega y llenaste la comarca con un sinnúmero de retoños tuyos que hasta hoy continúan tu obra civilizadora.

Al cabo de la guerra de los misiles en la parroquia, no te rendiste al triste cura teutón que se había apoderado del templo y se aprestaba a lavar los cerebros del pueblo con su teología milica. No te dejaste amedrentar por él un solo instante, sino que, al oír en la iglesia el primer chirrido de su voz de lata,  te incorporaste de golpe de debajo del altar, tiraste una solemne meada a la pata de cardón, alzaste la frente, erguiste la cola y bajaste la nave central del templo con la dignidad recuperada de un Viltipoco vuelto a la vida. Nunca más volviste a pisar esa iglesia que amabas. Nunca más.

Dios había observado esa escena desde una ventana del cielo, y hasta hoy se acuerda del deleite que le habían causado tus agallas y la justeza de tu criterio.

Años más tarde, mientras yo disfrutaba de la hospitalidad legendaria de  los chinos del Imperio rojo, recibí de Tilcara una carta que me relataba con todo detalle cómo te habías despedido de esta Tierra. Un día, cargando a lomo tus dieciséis años de vida de perro, trepaste, una por una,  la mitad de las gradas de la empinada Escalinata para llegar casi moribundo a casa de Norma Maine y de sus dos hijos. Porque ése fue el santuario que habías elegido para cerrar los ojos.

Norma e hijos te acogieron con infinito cariño y te rodearon de ternura hasta tu último suspiro. Pero cuando la vieja de la guadaña estaba ya rondando, se te cayó de repente como una helada por todo el cuerpo y te pusiste a temblar sin parar, tiritando y castañeando los dientes…. Curiosamente, al viejo rey David (otro pícaro amado de Dios) se le dio un ataque similar unos días antes de liar el petate. Sólo poniéndole en la cama una linda chica llamada Abishag, fue como el viejo rey logró entrar un poco en calor y morir en paz. Norma e hijos no conocían esa bella historia, sin embargo te  hicieron un favor igual, Dragón querido, al pegar junto a tus huesos temblorosos el cuerpito calentito de una perrita amorosa prestada del vecino. Estaba escrito en el cielo que ibas a salir de este mundo con los mismos consuelos que el rey David, gran coleccionista de mujeres,  el mismísimo que, siendo chico y nada más que un pastorcito de ovejas, había derribado con su honda al terrorífico gigante Goliat.

Cuando empezaste a dar señas de que ya había llegado tu hora, Norma y los hijos se largaron a llorar a lágrima viva. La mujer suplicó a Dios de rodillas que le inspirara una acción tipo milagro que te ayudara a morir  sin sufrir. Al mismo instante cayó en la cuenta de que ya llevaba en la mano un jarro de agua y, sin más, ¡te bautizó!

Así que moriste católico, mi Dragón… No católico, por cierto,  de la Iglesia imperial de los cucuruchos dorados y de los jubilados de la Wehrmacht, sino de esa Iglesia “muy católica”, tierna y corajuda,  que es totalmente anónima y sin murallas; esa misma que está integrada por el pueblo sencillo, pecador, pícaro y bueno. Esa Iglesia a menudo hace cosas que no están autorizadas por los libros, pero siempre tiene buen corazón y  nunca se encuentra muy lejos de los pesebres y de los calvarios del mundo.

Tus tres ángeles de la Escalinata llevaron tu cuerpo a las faldas del Cerro Negro. Lo enterraron en secreto, a unos 300 metros más arriba de la cruz, mirando hacia el punto de donde cada mañana sale Tata Inti.  De allí tu almita de Dragón siguió viaje por el caminito en zigzag y casi ya borrado “que junta el valle con las estrellas”… Volviste a la misma estrella de la que habías venido.




                                                                     Eloy

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