jueves, 15 de agosto de 2019

¡SÁQUENLE LAS VENDAS!




Mientras meditaba sobre la resurrección de Lázaro en el evangelio de Juan 11:1-44, me vino a la mente que incluso la RELIGIÓN puede ser una máquina de matar. De hecho, como sistema, la religión es un poco parecida a una caja de hierro que muchas veces desfigura a Dios y lo achica antes que darlo a conocer en su misteriosa realidad. Todo lo contrario con el EVANGELIO: la Buena Noticia de Jesús abre las cajas, despierta, resucita, re-vela,  trae a la luz lo que está escondido.


Lázaro era un muchacho muy bueno y un gran amigo de Jesús, pero desde siempre había vivido hundido en lo religioso. Vida propia no tenía.  Estaba "muerto para el mundo". El mundo, para él, apestaba. Pero el que para el mundo despedía mal olor era el mismo Lázaro.  

Al enterarse de que la situación de Lázaro había alcanzado un punto crítico, Jesús se conmovió. Se acercó al lugar donde su amigo se había encerrado como en una tumba, y le gritó: "¡Lázaro, sal de ahí! »

Ni bien oyó la voz de Jesús, Lázaro se paró y salió del sepulcro llenándose los pulmones de aire fresco. Pero no podía caminar. Unas vendas que no eran sino viejos reflejos que la religión le había incrustado en la piel, lo sujetaban aún de la cabeza a los pies.

De todos esos reflejos religiosos, el que más paralizaba a Lázaro, era el miedo: el miedo de desagradar a Dios, el miedo de no cumplir los mandamientos y todos los deberes religiosos al pie de la letra; en una palabra, el miedo a todo cuanto no estaba hondamente arraigado en el suelo de la religión. Le cortaba el sueño el no reproducir a la perfección los gestos, las palabras o los pensamientos sagrados dictados por la religión, o el no poder llegar a cumplir acabadamente con la misión que Dios le tenía asignada desde la eternidad. Rechazaba todo cuanto no estaba autorizado y santificado por la moralidad religiosa. El no obedecer al dedito a la autoridad religiosa y el no amoldarse al orden establecido por la religión hubiera sido la señal patente del triunfo definitivo del diablo sobre su alma. Le asustaba todo lo que existiera fuera de los muros de la religión. Le asustaba el "mundo", le espantaba la aventura humana, la libertad, lo desconocido y el otro. Claramente, en plena juventud, Lázaro se había convertido en una momia.
  
Lo que más lo atormentaba a Lázaro era esa conciencia de que no era un hombre perfecto. No se perdonaba el que de sopetón se le asomara por la mente algún pensamiento personal o una pequeña duda. Los vistazos furtivos por encima del muro de lo permitido y otros impulsos por el estilo le daban el sentimiento de ser una escoria. Le carcomía el remordimiento. Su cara se volvía gris. Las úlceras le perforaban el estómago. Ser un simple mortal le fastidiaba a muerte. Lázaro era un muerto con vida,   y su vida era un largo coma.

"¡Lázaro, sal de ahí! "le grita Jesús: "¡Sáquenle las vendas! "...

¡Aquí muere el miedo y comienza la confianza! Confianza en uno mismo, confianza en el ser humano, confianza en la vida, confianza en el mundo,  confianza en Dios... 

En el siglo 21, ese Lázaro que apesta y  está enredado en sus vendas, es simplemente la vieja Iglesia: la Iglesia de la ley, la Iglesia del miedo, la Iglesia de la muerte. La que, por la gracia de Dios, recién ahora se está desmoronando. 

Y, ese Lázaro que sale vivo del sepulcro,  el que se quita las vendas, ese Lázaro hermoso como un manantial, el que, por sobre todas las demás voces, escucha la voz de Jesús, ése Lázaro es la Iglesia eternamente nueva del Resucitado, la que sin ruido está creciendo sobre las ruinas de la vieja.

De hecho, la voz de Jesús salva a Lázaro. Esa voz es el secreto. No es la voz de los libros, de la tradición, de la diplomacia o de los de arriba. No es tampoco la voz de la anarquía, del libertinaje y de la espiritualidad a la carta; ni la voz de los prudentes, ni la de los maestros de la razón justa, ni la voz del sacrosanto consenso... La voz de Jesús no es una voz cualquiera. Es la voz que perturba a los muertos y los saca de su tumba.

La voz de Jesús, la única,  es la voz de la Buena Nueva que fue, es y será siempre un "escándalo" para los devotos bien intencionados, y una pura "locura" para los racionalistas y sabios de todas las épocas, creyentes o no.

La voz de Jesús es la inquebrantable confianza en la inteligencia, la sabiduría y la fecundidad de la misma LIBERTAD.

Es también la certeza de que la curiosidad, la exploración de lo desconocido, la creatividad, la audacia, el amor, la compasión, la justicia y la paz son "energías" reales que se encuentran enraizadas en las profundidades de cada ser humano y que tienen  como fin el de construir, ordenar, poner en marcha, transformar, transmitir y hacer evolucionar la vida.

La voz de Jesús es la voz que despierta esas energías: "¡Sal de tu tumba, levanta la cabeza, suelta tus vendas, camina! Abre tus  ojos y mira cómo la vida es pura apertura a algo siempre más grande. Ella va de muertes a resurrecciones como una flor que acaba nunca de florecer plenamente".

"¡Lázaro, sal de la tumba! "... No sólo de la tumba de la religión anestésica que te tiene preso de lo obsoleto y de tus sueños infantiles, sino también de la nueva religión del cinismo y de la arrogancia, la que, conformándose a las modas de la nueva época, hace de la hinchazón del súper ego la norma absoluta de lo bueno, de lo verdadero y de lo bello.

¿Soltarlo todo?... Sí, Lázaro, sí... Has de liberarte de tu tumba y de todas tus vendas. Además, si así te gusta, después de liberarte de todo, podrás incluso recuperar las vestimentas, palabras y gestos de la antigua religión, con tal que estos signos, no solo no te impidan caminar como corresponde, sino que te impulsen a desplegar tus alas y realizar en el aire lindas acrobacias que asombren a las mismas estrellas.

                                                                    Eloy Roy


LOS CUATRO DE LA RIOJA


¡Hipócritas! Sus padres mataron a los profetas; ustedes, los hijos, construyen mausoleos en recuerdo de ellos y los adornan con flores.  (Mateo 23, 29-32).


                                                                       
Cuatro testigos del Evangelio acaban de ser beatificados en Argentina. Son Enrique Angelelli, Carlos Murias y Wenceslao Pedernera. Los tres son argentinos; el primero es un obispo, el segundo es franciscano, el tercero es un laico campesino comprometido. Su compañero, Gabriel Longueville, sacerdote misionero francés, también fue beatificado con ellos. Los cuatro hombres vivían en La Rioja, una provincia empobrecida del interior, en donde les aguardaba un brutal final en 1976.



¿Quién lo hubiera dicho? Unos cuarenta años atrás, una despiadada dictadura militar se instaló en Argentina. Muchos obispos, sacerdotes y fieles católicos vieron en ella "el brazo de Dios" y la acogieron como la salvación de la patria.  Sin embargo, en menos de seis años, este "brazo de Dios" amontonó sobre las espaldas del Estado argentino una deuda multimillonaria absolutamente imposible de pagar; hizo desaparecer a treinta mil personas, asesinó a otras quince mil, hizo diez mil presos políticos y a más de un millón de exiliados. Mientras tanto, este mismo "brazo de Dios" ya había llegado hasta La Rioja, y asesinado a traición a cuatro hombres profundamente implicados en el rescate de los más empobrecidos. 

Sin embargo, recién el 10 de mayo de este año, esta misma Iglesia Católica acaba de declarar mártires y "beatos" en el cielo a los cuatro hombres asesinados por esta dictadura que ella misma había glorificado como el "brazo de Dios"!

Cuando estos cuatro hombres de Dios corría gravísimo peligro, la Iglesia, (que lo sabía todo porque tenía acceso privilegiado a la dictadura) no sólo no levantó un dedo para defenderlos, sino que hizo todo lo posible, por el contrario, para desacreditarlos y hacer que la carga sobre ellos fuera aún más pesada. Y luego, cuarenta años después, ahora que están muertos y la dictadura ha sido derrocada, simplemente declara al mundo que estos hombres no eran demonios, sino santos.


No cabe duda que los Cuatro de la Rioja eran santos, pero eran santos por haber cometido el grave pecado de compartir la vida de los pobres y de los descontentos, denunciando la injusticia imperante y combatiéndola. Estaban involucrados con grupos que reclamaban sus derechos y exigían cambios. No empujaban a nadie a la violencia, pero no dudaban en dejar claro que la terrible violencia que asolaba el país no era causada por los pobres, sino por aquellos que abusaban de ellos, no de los trabajadores sobreexplotados que tenían todas las razones de rebelarse, sino de las enormes injusticias y las intolerables desigualdades causadas por la corrupción, la rapacidad, la dureza, la ceguera y la crueldad de los grandes propietarios, y de sus esbirros y amigos incondicionales de la policía y del ejército, debidamente formateados, adoctrinados, armados y piloteados por el "hermano mayor" de la humanidad, el  que goza todavía de muy buena salud, y que es venerado, envidiado, copiado y odiado por el mundo entero.

Los Cuatro de La Rioja nunca han comido a la mesa de los ricachones. Nunca han bendecido o alabado la dictadura que violó, torturó, encarceló, fusiló, hizo desaparecer a miles de
personas y juró limpiar el país de todos aquellos "subversivos" (como ellos, los cuatro) a los que se les ocurriera soñar con una sociedad más justa. Nunca han reconocido legitimidad alguna a los  militares que usaban sus armas para cometer atrocidades peores de las que pretendían  combatir, aun cuando el General Videla, el líder supremo de la dictadura, fuera a misa y comulgara a diario, y que su brazo derecho, el  almirante Masera, jugara al tenis con el Nuncio Apostólico en los fines de semana.

Los Cuatro de la Rioja no obedecían a esas autoridades, ni a la mayoría de aquellos obispos que, ante las atrocidades cometidas en el país, miraban a un costado, se lavaban las manos o callaban; ni a aquellos que, después de explayarse en complicadas contorsiones sobre el amor, el perdón y la paz, rociaban con agua bendita la política de muerte de la dictadura.

Los cuatro de La Rioja preferían "obedecer a Dios antes que a los hombres", tal como  el apóstol Pedro lo declarara contundentemente al Sumo Sacerdote unos días después del asesinato de Jesús en Jerusalén (Hechos 5, 29). El único maestro de ellos era  Jesús, el Jesús  del Evangelio, ese mismo que, por cierto, vino a traer la paz al mundo, pero no cualquier paz, ni a cualquier precio.

Según ellos, no cabía duda de que Jesús estaba en La Rioja luchando al lado de ellos para ayudar a los campesinos explotados a levantar la cabeza. Desafortunadamente les salió mal. Lo cual no fue una sorpresa, pues cuando hombres y mujeres se esfuerzan por vivir y actuar como Jesús, forzosamente terminan como Jesús: calumniados, despreciados y ridiculizados
por sus propios hermanos, y luego asesinados, al igual que Jesús. Esto es lo que les sucedió a los Cuatro de La Rioja.

Cuando murieron, no hubo mucha gente para llorarlos, excepto un puñado de valientes activistas de derechos humanos y unos cristianos sinceros determinados a seguir caminando de acuerdo
al evangelio a pesar de todo. Excepto también algunos cándidos como yo, los que, desde el Concilio Vaticano II, tuvimos la ingenuidad de creer en otra Iglesia.

Hizo falta que un argentino subiera al trono papal para que la reputación de los Cuatro de La Rioja fuera limpiada. Esta beatificación, que nunca ellos habrían imaginado, es, de hecho, un
hermoso acto de justicia que honra a este Papa; también es un bálsamo apreciable sobre los corazones de las miles de otras víctimas de la feroz dictadura. Sin embargo, hay un riesgo de
que ese gesto sirva también de pretexto para echar un piadoso "manto de olvido" sobre la podredumbre de la dictadura o sobre las traiciones de aquella gente más poderosa de la Iglesia que hasta ahora no ha mostrado la más mínima pizca de arrepentimiento.

No sé si, para tapar los crímenes de la dictadura con la cual su clase social se identificó visceralmente, unas damas muy católicas de la alta sociedad no recaudarán fondos para construir y decorar algún monumento a nuestros beatificados, pero lo que se sabe es que, a pesar de la condena por los tribunales de muchos criminales de la dictadura, todavía quedan miles de ellos que andan bien panchos por la República, sin que nada les perturbe.

Nadie puede negar que la dictadura haya sido derrocada, pero la forma en que la Argentina se sigue manejando muestra lo contrario.  Algunos dicen que, mientras quede algo para robar en el país, las fuerzas que en el pasado han generado tanta violencia y provocado, no cuatro, sino  cientos, tal vez miles de mártires, siguen teniendo por delante un lindo futuro... Para que algo
cambie en el país, o en la Iglesia, puede ser que los Cuatro de La Rioja tengan que arremangarse y hacer milagros de magnitud poco común.

                                                                   Eloy Roy


Mayo 2019


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