viernes, 23 de marzo de 2012

JESÚS, A.C. (antes de Cristo)


                    

 

Los grandes títulos divinos que le damos a Jesús nos encandilan  tanto que nos dejan apenas con la sombra del hombre que él fue y sigue siendo.

Para mí, antes de ser Cristo, Señor o Hijo de Dios, Jesús es el hombre de los lirios del campo, de los cerros, de los pescados, de las ovejas, de las muchedumbres y  de los pobres. Es el hombre libre que no  se deja poner trabas  por las tradiciones y leyes de su pueblo, aún las que llevan el sello de todos los derechos reservados a Dios.

A Jesús no le importa, por ejemplo,  hacer rabiar a toda la sociedad de los justos o de los machistas de su tiempo al  rodearse de  mujeres y al andar en público con ellas y con pecadores.

Él es el hombre que tiene a raya la tribu, el clan, la familia y la autoridad religiosa de su pueblo. Con cariño obedece a Dios como a su Padre bien amado, pero para las autoridades de la tierra no es más que un  hombre desobediente y rebelde.  

Es famoso por su mansedumbre, su humildad, su paciencia e inagotable compasión, pero también por su sentido profundo de la justicia, y por su espíritu crítico, provocador, libre y liberador. Fácilmente se gana enemigos y pelea con ellos, pero no los odia. Incluso los ama… a su manera.

Jesús es pobre pero anda como si no le faltara nada. Le encantan la sencillez, la libertad, la amistad y la alegría. A pesar de los muchos   líos que surgen a causa de él,  sabe disfrutar de la buena vida cuando la encuentra. Es un infatigable caminante. Le gusta caminar, le gusta la pesca, las comidas campestres, las bodas, los banquetes, las flores que no tejen ni hilan, los pájaros que no siembran ni cosechan. Ama la tierra y ama al mundo…  Abre y no cierra. Da voz a los que no se animan a hablar.

El secreto de la inteligencia, de la libertad, del poder de Jesús y la raíz de su gran capacidad de amar a pesar y en contra de todo le vienen  de Dios al que no vacila en llamar cariñosamente  “Abba”. Este Dios de Jesús no es una de esas definiciones que salen de algún diccionario de dos kilos: es Alguien. Alguien que vive en él y que lo llena. Alguien que prácticamente se confunde con él, y que ama, habla y actúa a través de él.

Al final, Jesús es rechazado por eso: por ser el testigo de un Dios demasiado parecido  a él. Un Dios que no respeta escrupulosamente todas las reglas de la religión. Lo matan por romper los esquemas oficiales  y por trastornar de ese modo la tranquilidad espiritual de la gente  piadosa y la “paz” de su nación.

Pero, incluso en la cruz, Jesús jamás se arrepiente de lo que ha hecho. No se retracta, no se disculpa, no pide perdón. Aún en ese extremo  sigue confiando en la justicia de Dios antes que en la de los sacerdotes que lo condenan.  Perdona a sus verdugos, pero de ninguna forma les da la razón.

Este Jesús seguiría hablando muy fuerte a los jóvenes y mucha gente de hoy si no hubiera sido colocado tan por encima de lo humano. Si no lo hubiéramos desencarnado tan rápidamente para coronarlo Hijo de Dios, Cristo y Señor.   Si no nos hubiéramos apresurado tanto  en hacerlo Dios antes de haber tomado el tiempo necesario para mostrar todo lo que Dios podía hacer a través de él cuando él se conformaba simplemente con… ser humano. 

Sí, creo que Jesús está “sentado” a la derecha de Dios. Creo que ha vencido mi muerte y la de toda la humanidad. Pero creo también que, al igual que el joven David,  le gustaría mucho que le quitáramos de encima la pesada armadura real de la que le hemos revestido, para volver a nosotros  tal como se presentó al mundo hace 2000 años: un hombre profundamente  humano,  animado por una fe ilimitada en Dios y en cada uno de nosotros, quien, todos los días, con los ojos puestos en el Reino, camina con alegría a nuestro lado compartiendo con nosotros su propio aliento de vida.

                                                                             Eloy Roy


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