domingo, 14 de octubre de 2018

CANONIZACIÓN DE ROMERO, EL QUE HACÍA LÍOS





Una buena movida

Romero es un santo que pasó de reaccionario a revolucionario. Es un santo de la no violencia y del perdón, pero,  ante todo, es un santo de la justicia. Un santo de los que no tienen voz, un santo en contra del "establishment", un santo de la liberación de los oprimidos. Un santo que se ha enfrentado a opresores bien definidos con sus máquinas de explotación y destrucción. Romero es un santo que, al enfrentarse a fuerzas muy poderosas,  encarnó el evangelio de Jesús, siendo más crueles las puñaladas asestadas por la propia Iglesia.

Es de esperar que las pompas de la canonización, la aureola  dorada que le van a pintar al nuevo santo, las reliquias, las flores e indulgencias no vengan a opacar al Romero de las botas embarradas en las calles de los pobres. A ese hombre no se lo canoniza para que haga el milagro de curar a los chicos de las paperas, sino para  darle más fuerza a la lucha en contra de todo cuanto produce esclavitud y pobreza en el mundo.

Porque, al canonizar a Romero, el Papa Francisco (el que por ser latinoamericano entiende muchas cosas), reconoce solemnemente que la causa por la que Romero tanto peleó y por la que finalmente fue asesinado, lleva en sí misma el sello del Evangelio de Jesús. Consagra la obra de un hombre que logró identificarse totalmente con las penas y los sueños de los desposeídos de un país secuestrado por una poderosa oligarquía de catorce familias. Escudada con fuerzas  armadas que son como un subproducto del imperio yanqui, esta oligarquía ha demostrado cómo no le importa matar a cientos de miles de campesinos desposeídos de su tierra, incluyendo a un arzobispo que se empeñara en arruinarle la fiesta.

Los salvadoreños conocen bien al asesino de Romero: un oficial militar de alto rango que nunca ha sido enjuiciado. Esta  canonización debería estimularlos a seguir exigiendo justicia. Ojalá conduzca a un arrepentimiento real y sincero a aquellos obispos que no escatimaron sus esfuerzos en  hacerle más pesada la cruz de Romero. Esperemos también que, desde el cielo, el Papa polaco (ya canonizado) derrame por lo menos una lágrima por haberse negado a escuchar los gritos de su hermano arzobispo de San Salvador, cuando, dos semanas antes del asesinato, lo despidió de su despacho con la orden de no hacerles más la contra a los militares de su país por el motivo que ellos, al fin y al cabo, no eran comunistas sino católicos...

A Oscar Romero mucha gente lo saluda como el santo patrono de "una Iglesia que ha pagado el precio de la sangre por oponerse a las dictaduras militares". Pero hay que ver de qué Iglesia se trata. En la Iglesia hay dos iglesias: una arriba que durante siglos  ha jugado alegremente en el patio de los dictadores y de los podridos de plata, y otra abajo, que fue la iglesia de Romero. En gran medida la iglesia de arriba ha sido cómplice directo o indirecto del derramamiento de la sangre de muchos Romeros y de miles de hombres y mujeres identificados con la causa de los pobres. Romero no es el patrón de esa iglesia que, por costumbre atávica, echa mano de la canonización con el fin de recuperar a los que ella misma ha contribuido  a crucificar.
 
Romero no es ciertamente el santo patrón del Opus Dei, de 
los Legionarios de Cristo, y otras organizaciones católicas de 
ultra derecha, que fueron comisionados por Juan Pablo II y 
su sucesor, Benedicto XVI, para terminar con la teología de la
liberación, las comunidades eclesiales de base y con  la 
"Iglesia de los Pobres" por la que Oscar Romero (y miles de 
otros) derramaron su sangre en América latina.  
Olvidar eso o negarlo, sería un último insulto a Romero y al 
Evangelio.

Que no nos engañemos: el mayor pecado de la Iglesia no son sus escandalosas infracciones al sexto mandamiento, sino su alergia visceral a sus propios profetas.

Teniendo esto aclarado, ¡qué viva el nuevo, corajudo y magnífico santo de las Américas: Oscar Arnulfo Romero!

                                                    Eloy Roy

 

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