martes, 27 de noviembre de 2012

TIERRA




Son demasiados los hombres y las mujeres que, soñando con una Buena Noticia para toda la Creación, siguen cerrando los ojos sobre la muerte lenta de la Tierra.



Soy de tierra, de agua, de fuego y de aire. Estoy hecho de  pájaros, de ramas, de peces y de insectos. Soy lo que como: hierbas, metal, polvo caído de remotas galaxias. 

El sistema solar, el planeta Tierra, las plantas, los animales, los humanos, mi propio cuerpo, estamos conectados por una infinidad de partículas de la misma naturaleza. Una misma energía nos anima y nos propulsa en la grandiosa danza del cosmos.

Soy hijo de la tierra, del agua y del fuego y mi respiración hace de mí el hermano del viento. Por la carne y la sangre, por todas las células, las fibras  y las energías de mi ser estoy vinculado   con el universo. Mi respiración es el cordón umbilical que me conecta con él, y mi boca de él se alimenta.

Antes no éramos más que unos polvos en la inmensidad del  universo,  pero ahora que algunos de nosotros logramos  organizarnos y crecer, nos comportamos como si fuéramos el ombligo del mundo. Nos hemos constituido como medida, centro y fin de nosotros mismos. Se nos subió el humo a la azotea y nos quedamos bastante embromados.

Hay hombres y mujeres que se empeñan en querer sacarnos de ese lío. Sueñan con algo que sería una Buena Noticia para toda la creación. Pero casi todos cierran los ojos sobre la muerte lenta de la Tierra y de sus hijos. Saben cantar responsos pero de resurrección no hablan sino apenas de la de un cierto Jesús muerto hace dos mil años, y del que alguna gente declaró que ha vuelto a la vida.

Rezan salmos, leen  cosas escritas por otros, pero no se arriesgan a formular una palabra nueva. Machaconean viejas tesis más o menos recicladas, sin largar la palabra que podría despertar al ser humano que nació revestido de estrellas y de rocío y que la soledad y la desazón de nuestros tiempos han encerrado en la tumba.  

No se animan a decir que Jesús está hecho de tierra. Temen afirmar que nuestro mismo mundo está amasado de Dios. En vez de observar cómo la Palabra creadora germina primero en la carne y la sangre de nuestro mundo, se sigue luchando para descifrar antiguas escrituras que a duras penas pocos mortales  logran entender.

Mucho se habla de Dios, pero poco se lo escucha. Él habla sobre todo por el silencio, pero también por el fuego y el viento, por la lengua del agua, del aceite, del pan, del vino, por la lengua de las semillas, de los árboles, de los pájaros, de los pescados, de los animales. ¡Y por la lengua de las piedras!  Todas esas criaturas han escrito luminosas líneas del evangelio.

Hoy en día esas lenguas siguen hablando, al menos allí donde la Naturaleza no ha sido aún sepultada bajo el asfalto, el hormigón, las tuberías, las chimeneas, o por la arrogancia de  filosofías y teologías poco propensas a valorar el barro con el que Dios nos ha hecho.

Si Dios existe y es el creador del inmenso mundo que habitamos, ¿cómo su corazón no va a desbordar de ternura por la más pequeña hormiga y por el más pobre de los humanos? 

¿Cómo no se le van a  “remover las entrañas” al mirar  nuestra Tierra? Ella es muy pequeña también. ¿Acaso, no es su ovejita preferida entre tantos planetas e importantes estrellas de su inconmensurable rebaño?

Pregunta Jesús: “Si alguno de vosotros pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve para ir en busca de la que se perdió hasta que la encuentra?” (Lucas 15, 4).

La Tierra es la oveja que hemos perdido. Sin ella nosotros mismos estamos perdidos. Redescubrirla y cuidarla es capital. A esta aventura grandiosa nos urgen Dios y la Historia.

Caminos hacia el cielo no los hay si no pasan por la Tierra.

Porque todo es UNO.



                                                                           Eloy Roy

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