lunes, 4 de marzo de 2013

PAN DEL CIELO Y CABALLO COMUNITARIO




Un homenaje sencillo a los animadores y animadoras de pequeñas comunidades que se han partido el alma para hacer emerger una iglesia con sabor a evangelio y rostro humano, y que con dolor han visto sus esfuerzos aniquilarse por la poca valentía de los mismos que tenían la misión de andar al frente de ellos.  



Hace rato que los pequeños agricultores de la Landa rumian el proyecto de formar una comunidad que enorgullezca al Buen Dios. Modesto y Nilda, su esposa, son el alma de ese sueño.

Hoy, domingo, todo el mundo está reunido para compartir la buena Palabra junto con pan casero, vino Toro, chicha, refrescos, empanadas, humitas y hojas de coca. Entre  bocados, cantos, música de sikuris y oraciones, Modesto comenta aquel trozo del evangelio en el cual Jesús es aclamado como “pan bajado del cielo” (Juan 6,51-60).

“Esto no es chino”, comenta Modesto.  Les explica que Jesús era tan querido que a la gente no le importaba dejar su trabajo, sus animales y sus casas para ir en bandadas a oír su palabra. No se cansaban de  escucharlo. Su palabra les llenaba. A tal punto que a veces  ni se acordaban de comer. Decían que Jesús y su  palabra eran “un pan del cielo” para ellos.


Modesto les recuerda que, tras la muerte y resurrección de Jesús, cuando las primeras comunidades cristianas comenzaron a salir a luz, el signo que las caracterizaba no era la cruz sino una mesa fraterna con pan en abundancia para todos aquellos que se juntaban a ellos. Los primeros cristianos oraban y trabajaban juntos, compartían todo entre ellos y cuidaban unos de otros. Entre ellos no había ricos ni pobres. Y nadie pasaba hambre. Al menos esto es lo que relata el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,42-45; 4,32-35).




Hoy, en la pequeña comunidad de la Landa, no todos tienen pan. Acá, los más pobres todavía labran la tierra con arado de madera tirado por… ¡la mujer!... Si por suerte  la mujer tiene marido, siempre se puede defender. Pero si el marido ha muerto o “se ha mandado a mudar”, es la catástrofe.

Ese día en la capilla, al escuchar la reflexión de Modesto sobre el “pan de vida”, la comunidad de la Landa se acuerda del drama de esas familias abandonadas y se exprime los sesos para ver cómo solucionar  ese drama. Hasta lágrimas saltan en los ojos de algunos.

De pronto, alguien exclama: “¡Tengo una idea! Propongo que pongamos, cada semana,  unos pesos en una caja común.  Cuando tengamos suficiente dinero, compraremos un caballo. Será el caballo de la comunidad. Lo guardaremos en la chocita al lado de la capilla. Cada familia, por turno, se encargará de alimentarlo. En la época de la labrada, prestaremos el caballo a las familias  más necesitadas.”

La propuesta es acogida de inmediato como una iluminación del Espíritu Santo. Todos manifiestan su acuerdo, aplauden con fervor y se retiran cantando Aleluya.

Pasan los días y la caja permanece vacía. La gente se hace de rogar,  posterga el compromiso, inventa mil pretextos para no colaborar.

Modesto vuelve a insistir: “La idea del caballo es del buen Dios. Seamos generosos y, por favor, llenemos esta caja lo antes posible. Como saben, yo no tengo plata, pero cuando tengamos nuestro caballo yo me comprometo a hacer los labrados. Lo haré sin cobrar nada. Porque, pensándolo bien, aún con caballo, no sería muy cristiano dejar que las mujeres se las arreglen solas. Esta será la contribución mía.”

Todos abrazan a Modesto con emoción y se retiran para la casa.  En la caja, sin embargo, no ha caído un solo cobre.

Modesto tiene nueve hijos.  Es campesino y albañil, mientras Nilda, su mujer, cuida de unas cuantas cabras y cultiva una huertita entre las piedras. Es él, Modesto, quien ha construido la capilla de la comunidad. Sin demasiada ayuda a decir verdad.

El tiempo continúa transcurriendo y la caja sin llenar. Modesto no puede  esperar más. Se presenta a la casa de un compadre  que vive en un pueblo vecino, le pide prestados algunos pesos, luego compra el caballo, lo alimenta a su costa y, como prometido, labra gratuitamente los campos de las madres sin marido. Nadie pone un centavo, nadie aporta heno para el caballo, nadie le da una mano.

Después de aguantar así durante dos años, Modesto y Nilda ya no dan más y deciden vender el caballo enflaquecido a un precio inferior a lo que había costado. Haciendo de tripas corazón, Modesto se presenta de nuevo a casa del compadre y, con el fruto de la venta, abona al menos una parte de su deuda.

Pero enseguida corre la bola de que con la venta del caballo Modesto se ganó una buena platita…  Las lenguas se disparan y la comunidad frunce el ceño.  A Modesto no le cuesta aclararlo todo con pruebas al canto, pero tres o cuatro individuos no se dejan convencer y se retiran antes de que se levante la reunión. La aureola de Modesto ha empezado a perder brillo. 

En aquel momento, una crisis enorme estalla en la cabeza de la parroquia de la que la Landa forma parte: el párroco, un tal Jeremías, y su equipo acaban de ser despedidos por el obispo.

En un principio, el obispo había bendecido ese proyecto de  pequeñas comunidades en torno a la Palabra de Dios. No veía con malos ojos el que laicos como Modesto y Nilda fueran formados para animar esas comunidades. Pero ahora está hasta la mitra con todo aquello.

Esas pequeñas comunidades, según él, se han extralimitado. Con su opción por los pobres y sus posturas ante las injusticias, ciertos sectores de la iglesia y de la sociedad se inquietan, lo que no deja de incomodar al pastor de la diócesis.  

Naturalmente, como obispo, él no se opone a los  pobres. Al  contrario, pero, en su opinión, la iglesia debe también estar con los ricos. No le gusta la llamada  “opción preferencial por los pobres” porque le suena discriminatoria. Los ricos son hijos de Dios también. En el evangelio, el ser pobre no es primero un mal al que hay que combatir sino una realidad espiritual que hay que promover. La iglesia reverencia la pobreza como una gran virtud y la pone como primera condición para acceder a la santidad “¡Felices los pobres de espíritu!” ha dicho Jesús.

Por cierto, admite el obispo, existe una pobreza que no es una virtud y que se debe combatir. Sin embargo, no hay que olvidarse de que la pobreza hace también estragos entre los ricos. Aunque esa pobreza  es de naturaleza distinta, en no pocos casos, es más perniciosa y menos soportable que la de los pobres.

El obispo no pretende con eso canonizar a los ricos. Los hay que son pecadores, admite él, como hay pecadores entre los pobres. Pero hay ricos que son muy buenos. La diócesis se beneficia de la generosidad de varios de ellos. Así con la obra del Seminario mayor y otras obras importantes de la iglesia.

Los militares no son  todos unos demonios tampoco,  como algunos se complacen en pintarlos.  ¿Quiénes, pues,  han traído de vuelta la enseñanza religiosa en las escuelas sino los militares?

El problema con las nuevas tendencias pastorales, lamenta el obispo,  es que se valen abusivamente del Concilio Vaticano II para mezclarlo todo. Confunden el orden político y el orden eclesial. Los Derechos humanos, la justicia social, el problema obrero, la causa de los desparecidos de la Dictadura, las reivindicaciones de las comunidades aborígenes por la protección de su cultura y la recuperación de sus tierras ancestrales, son todas cosas que, con toda seguridad, interesan a la iglesia, pero no son de la incumbencia suya sino del Estado. “¡Al César, pues, lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios!” 

Finalmente, a juicio del obispo y de sus asesores, el  problema de las pequeñas comunidades radica en esa confusión. Pasan la vida mezclando la religión con cuestiones de justicia y de libertad y contaminan el evangelio con prácticas de origen pagano heredadas de los ancestros indígenas. Además de empañar así la pureza de la doctrina,  se prestan al juego de las izquierdas, fomentan la lucha de clases y hacen tambalear el zócalo de la paz social. Urge tomar medidas.


Y medidas son tomadas. Jeremías es despedido de la parroquia y aún de la diócesis, y su equipo es enviado al limbo. Son remplazados por unos laicos piadosos y por un cura viejo,  de muy mal carácter pero de doctrina segura. Nacido teutón,  este religioso anciano tiene, entre mil manías,  la de jactarse a los cuatro vientos de las novelescas hazañas de su  glorioso pasado, destacándose entre ellas la de haber servido como oficial del ejército de su patria, en la época de un cierto Hitler... 


La reprobación de Jeremías y de su equipo desencadena un seísmo que repercute inmediatamente en todas las pequeñas comunidades. En la Landa, Modesto es apartado inopinadamente de su servicio de animador. Una señorita de edad canónica y de ficha religiosa sin mancha, es “de oficio” nombrada para hacer de enlace entre la capilla y la parroquia.

Bajo una lluvia de harina y confeti y al son de los sikuris, la comunidad consagra en sus nuevas funciones a la elegida. La comisión “pro templo”, tradicionalmente encargada de las llaves, bancos,  campana y fiestas, así como de la plata de las colectas, ve terminado, por fin, su largo exilio y reasume su rol de antes. El cura teutón, más devoto del catecismo de Trento que de los caballos comunitarios,  echa las campanas al vuelo.

De ahora en adelante, en la Landa, las cosas vuelven rápidamente a ser como antes.  La gente ya no tiene que participar y  se conforma con  hacer feliz al cura.  No se comparte más el pan casero, ni el  vino Toro, ni las gaseosas, ni las hojas de coca, ni nada. No se dan más celebraciones de la Palabra si el cura no está, y si está, se asiste a misa nomás.  

En las misas se masculla la palabra de Dios pensando en las moscas. Poco se canta y nadie más se preocupa por cambiar el mundo. Pero, sí, se recogen monedas; no, sin embargo,  para comprar caballos, sino para “pasar misas”. Misas por los muertos, desde luego, ya que la salud de los muertos, como es sabido, es más importante que la de esas mujeres que han traído niños al mundo fuera de los lazos sagrados del matrimonio. Por lo tanto, la caja de la capilla  nunca está vacía.

A medida que aumentan las visitas del cura y se multiplican las misas por los difuntos, la prosperidad financiera se mantiene en alza. Pronto se le va a poder dar una nueva pintada a la capilla y se mandará a retocar la imagen de la Virgen. El buen cura estalla de contento haciéndose lenguas de sus queridas ovejitas de la Landa.  La buena religión de siempre, por fin, ha vuelto a casa.

Ciertamente no se encuentran malas personas en la Landa. Todos aman a Jesús y creen ciegamente que la hostia consagrada por el sacerdote es  verdaderamente el Cuerpo de Cristo. Lo más duro para ellos no es el dogma de la transustanciación, cuya existencia ignoran, sino el poner en práctica la simple palabra de Jesús, transformándola en un compartir fraterno, en una participación activa y una solidaridad concreta para que, alrededor de ellos, nadie sufra de miseria o pase hambre. “Esto es demasiado duro”, dicen.

Y es así como de a poco esa buena gente abandona el camino de Jesús para volver a la religión en la que el templo y el culto ofrecen más atractivos que los pobres y la justicia.

No todos, felizmente, razonan así. A pesar de las humillaciones, Modesto y Nilda continúan estando presentes y sirviendo como pueden, esperando que, un día,  su comunidad resucite.

“Mi carne es alimento de verdad”… No todo el mundo entiende esto.  Por eso, tal vez, no sobran en el mundo los “caballos comunitarios”,  y  sí los muertos por hambre.



                                                                           Eloy Roy

  Al reunirse con Juan el Bautista, a quien los apparatchiks religiosos miraban como hereje y rebelde, se dio en la conciencia de Jesús una ...